Las vestiduras peligrosas
Lloro como una
Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando
charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi
tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle
algo de su gracia. Me decía: —Piluca, haceme un vestido peligroso. Era ociosa y
dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada
dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar
cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba
miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor
era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque
la niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella
en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba.
Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en
la iglesia rezando. Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no
de modista como le dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que
hacerle un vestido. Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia
con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón
era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el
género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular
el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse
nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su
bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo: —Tome
un poco más, vamos —con aire puerco. Le obedecí y volvió a decirme con el mismo
tono, riéndose: —Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?. Mientras
hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara.
La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una
mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.
Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el
diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me
llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un
cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué
más quería?. Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo
como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas
ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su
mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un
mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me
di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen
siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué
hay de malo?. Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina
de coser eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París,
que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón
de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres
importados, centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura.
Una habitación 23 con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en
la vida de una mujer honrada. Hay bondades que matan, como dije anteriormente;
son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia—. —Pero niña, no tengo tiempo. —Yo sé que lo vas a
hacer en un cerrar y abrir de ojos. —Manos a la obra —yo exclamaba sin saber
por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta
las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir
pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi
bolsillo. La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede,
pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan
los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea
propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto
era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo
el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí empezó mi
desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma
pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de
terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde
me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos.
Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar
la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper,
no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía
una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían
como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta
de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que
admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a
regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día
siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó
una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una
patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo.
La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo,
que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se
hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté
por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había
conocido. ¡Qué sensibilidad!. —Debió de sucederme a mí —me contestó,
enjugándose las lágrimas—. —Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero
no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad. —Es horrible que
esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El
jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí. No comprendí. Me ruboricé y
sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo. Al día
siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se
lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente: —¡Dios mío! ¡Virgen
Santísima!. —¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo
no contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?—. 24 Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque
soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con
todo al aire, me muero. —Usted es una santulona, pero no hay derecho de
imponerle sus ideas a los demás. —Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar.
Ayúdeme, entonces —me dijo—. El vestido que había dibujado era más indecente
que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas
muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los
perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados
y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menor movimiento
de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el
vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo,
viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se
transparentaba a través de la gasa. Le pregunté: —¿Cómo le hago el viso?. —Su
abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso?. Usted, vieja, está muy
anticuada. Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y
hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi
alejarse y no dormí en toda la santa noche. Al día siguiente la encontré
malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la
otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio,
una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El
vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies
pintados. La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla. —No puedo hacer
nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamó sacudiendo la
cabeza—. —Pero, niña, no diga esas cosas. —Son unas copionas. Y las copionas
son las que tienen éxito. —¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar. —No me
entiende, Régula. —Llámeme Piluca y no se enoje. El siguiente vestido me sacó
canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que
representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos
cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula
Portinari, metida en ésas; no parecía posible. Durante una semana cosí
temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos
que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir. Rebajé cinco kilos cosiendo
ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de
costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos,
cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido
hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de
esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne: 25 —Va a
tener frío, niña. Lleve un abrigo. —Qué frío puedo tener en el auto con
calefacción. Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío. Al día siguiente,
nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una
noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo.
En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la
ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El
vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento
parecían abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre.
Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la
llevaban. En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el
pantalón y una camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así,
vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda
bien el pantalón?. Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho.
Tal vez pensó que no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana
siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a la
puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible
que después supe y leí en los diarios: Una patota de jóvenes amorales violaron
a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la
acuchillaron por tramposa.
Casi el reflejo de la otra Fue por televisión donde la vi.
Me costó varias noches de desvelo, primero por lo extraña que me pareció y
segundo por lo seductora. Todo desaparecía a su alrededor. Reinaba en el centro
de la pantalla, como cuando se mira el sol y desaparece el resto. La llamaban
Lila Violeta, de modo que, al llamar a la una, llamaban instintivamente a la
otra y contestaba aceleradamente, cosa que no sucedía cuando llamaban por
separado simplemente Lila o Violeta, sin recurrir al nombre compuesto que tanto
éxito tiene desde el tiempo de María Magdalena. El nombre seducía a cualquiera.
¡Dos flores de tan bonito color, y perfumadas!. Una casi el reflejo de la otra,
tímida, otra orgullosa, casi la coronación de la anterior. Pero estas dos
flores no se entendían o, más bien dicho, nunca estaban de acuerdo en sus
gustos, aunque físicamente se parecieran tanto. A Lila le gustaba la luz del
día, a Violeta le gustaba la oscuridad más profunda de la noche. A Lila le
gustaba la ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las fiestas,
el gusto a fritura, las confiterías más elegantes. A 109 Violeta, por lo
contrario, el campo, los hombres barbudos, el asado con cuero y, como
aficionada a la música, los conciertos al aire libre. A Lila le gustaba el
teatro, el palcobalcón, las cortinas de terciopelo rojo, las escalinatas
interminables y las pinturas del plafond. A Violeta, el silencio más apacible,
el silencio a la orilla de un lago desierto, las playas donde nadie va a
veranear, donde sopla un viento que se lleva hasta las carpas. A Lila le
gustaba bordar, le gustaba hasta el aviso luminoso de "Corte y
confección" de una calle de Burzaco, donde soñó que aprendía el oficio de
modista sin mayores dificultades. A Violeta le gustaba el piano, tocaba escalas
a hurtadillas, sin descanso, a la hora de la siesta, cuando se lo permitía,
para adquirir agilidad en los dedos. A Lila le gustaba el órgano porque era más
grandioso y podía hacerse oír en una iglesia; le gustaban los perros. Siempre
quería recoger uno abandonado, aunque fuera muy feo. A Violeta le gustaban los
pájaros y cuando en los jardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque
no les llevara miguitas de pan ni alpiste ni lechuga. A Lila le gustaban los
vestidos de etiqueta, aunque no fuera a fiestas, los collares de filigrana y
muchas puntillas y cuellos de armiño. A Violeta le gustaban los pantalones
vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca estas niñas podían darse los gustos
por no estar la una con la otra de acuerdo, ni siquiera en los alimentos. A
Lila le gustaban los duraznos, las mandarinas, el budín del cielo; a Violeta
las yemas acarameladas, nunca bastante dulces, solamente las manzanas verdes,
nunca bastante verdes. Un día conocieron a un joven que llegó de visita a la
casa como mandato del cielo, trayéndoles, de parte de la madrina que vivía en
el campo, un paquete muy bien hecho, atado con cordones de colores; lo abrieron
y, dentro de otro paquete, una caja que estaba llena de duraznos, mandarinas y
manzanas verdes. —Qué bien conoce nuestros gustos —suspiró Violeta,
arrodillándose junto a la caja que había posado en el suelo y, acariciando una
manzana, exclamó—: Lástima que no sea deliciosa. Lila se alegró más que
Violeta. Sin cuchillo, sin tenedor, sin plato para no tener que limpiarlos
después, comieron luego de ofrecer al joven las frutas. Conversaron hasta la
noche sin poder separarse, como siempre. A Lila le gustó el muchacho, a Violeta
más, pero nunca se puede saber el grado de embeleso que produce un recién
llegado. —No te vayas —le dijeron—. —Pero ¿dónde dormiré? —preguntó el joven—.
—Aquí, sobre el felpudo —gritó Lila—, serás mi perro favorito. —Por ustedes
hago cualquier cosa, hasta volverme perro —y se puso a ladrar—. —A mí no me
gusta —protestó Violeta—. —¿No te gusta que me quede? —No me gustan los perros
—protestó Violeta—. Voy a tocar el piano. Algo que les haga llorar. —¿Por qué?
—preguntó Lila—. —Porque me queda mejor llorar que reír —contestó Violeta—. En
un banquillo con un almohadón bordado se sentaron frente al piano y, mientras
Violeta tocaba el piano, sintió que Lila y el muchacho se besaban, con el mismo
ruido que ella hacía para llamar los pajaritos. Se odió a sí misma. "Por
qué, por qué fingir alegría cuando el corazón está lleno de
presentimientos", pensó. 110 Sobre la mesa, un frasco verde brillaba: era
un remedio calmante, de minúsculas pastillas que en número exagerado podían ser
mortales. El vaso era bonito: inspiraba posturas bonitas al que lo sostuviera.
"Voy a matarme. Morir, dormir, tal vez soñar será la única solución para
no verlos más", pensó. "Tengo el arma a mano. Nadie se dará cuenta”.
Violeta, con el vaso de agua en la mano, empezó a tragar las píldoras sin
molestias, admirablemente, y a medida que tragaba miraba al muchacho, ignorando
a Lila, que interponía su mirada con olas de rencor. —¿Qué comes? —preguntó el
muchacho. —Grageas —dijo—. ¿Quieres probar?. —Cómo se parecen ustedes. —Es
claro que sí. —No sé a cuál quiero más. —Tenés que elegir. —Vos tenés que
elegir —gritó Violeta a Lila—. —No puedo. Nadie advirtió que simultáneamente se
estaban muriendo Lila y Violeta, pero yo sí: un día, en la realidad y no en la
pantalla, tendría que suceder todo esto. Y sucedió, porque tuve la fatal idea
de visitarlas, amando más a Lila que a Violeta y seducido más por Violeta que
por Lila. Asistí a la muerte de la primera y al suicidio de la segunda. Los pulsos
se detuvieron simultáneamente, como si no fuera bastante vivir dos veces la
misma historia, una en la pantalla, la otra en la realidad.
El sombrero metamórfico Los sombreros se usan para
precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos;
los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o
ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para
molestar. ¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?. Existió en el sur
de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado
para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de
nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de
un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni
reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no
estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico,
a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de
irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró
hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos
jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de
adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa
infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de
deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El
sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala,
sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo. —No lo toquen,
niños —exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban—. 111
—Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a
hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso.
Los objetos son como las personas, malas o buenas. Éste es malo. —No es malo
—le aseguró un niño a una niña—. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces.
—Y yo Enrique Octavo —dijo la niña—, tratando de arrebatárselo. Por increíble
que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo. Tanto y tanto hicieron que el
sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte
cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de
seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda. En
algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a
dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al
desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante
esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se
llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero
bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de
algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la
sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas
clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el
precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había
cambiado. El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de
la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de
una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los
males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo
una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, tan
manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían
falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado,
sino de un verdinegro que engañaba a los ojos. —Tal vez se dedique a la maldad
—dijeron ciertos malvados—. —Es un sombrero que se parece a las personas. No sé
si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos. —Trae mala muerte,
irradia veneno —dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría—. Hay que
matarlo. Lo mataron. ¿Cómo?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le
arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito. En el espejo quedó por un
tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.
Que interesante.
ResponderBorrarChe la big swoosh el texto culiado jajajaj mucho texto
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