miércoles, 21 de marzo de 2018

Cuadernillo 3

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Lejana. Cortázar

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Infierno grande. Giillermo Matínez


Infierno grande. Guillermo Martínez

   Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
    Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén,yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
    La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
    No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
    Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquella. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecíaestorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
    Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
    Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
    Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer el Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisapronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
    Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
    Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
   Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizá ellas hubieran hecho lo mismo.
    Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
    Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dosbandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor. Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
    Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
    En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más montruoso.
    Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
    Y un día los encontró.
   Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
    La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
    Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
    Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
    Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabeza, cabezas.
    El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
    Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
    La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.


jueves, 8 de marzo de 2018

Las vestiduras peligrosas. Silvina Ocampo


Las vestiduras peligrosas
 Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia. Me decía: —Piluca, haceme un vestido peligroso. Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando. Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido. Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo: —Tome un poco más, vamos —con aire puerco. Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose: —Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?. Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado. Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula. Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más quería?. Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?. Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación 23 con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada. Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere. —Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el modelo —rogaba la Artemia—. —Pero niña, no tengo tiempo. —Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos. —Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo. La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!. —Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas—. —Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad. —Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí. No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo. Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente: —¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!. —¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?—. 24 Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero. —Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás. —Fui educada así y ya es tarde para cambiarme. —Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayúdeme, entonces —me dijo—. El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a través de la gasa. Le pregunté: —¿Cómo le hago el viso?. —Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso?. Usted, vieja, está muy anticuada. Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la santa noche. Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies pintados. La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla. —No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamó sacudiendo la cabeza—. —Pero, niña, no diga esas cosas. —Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito. —¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar. —No me entiende, Régula. —Llámeme Piluca y no se enoje. El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible. Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir. Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne: 25 —Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo. —Qué frío puedo tener en el auto con calefacción. Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío. Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo. Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban. En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?. Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios: Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.




Casi el reflejo de la otra Fue por televisión donde la vi. Me costó varias noches de desvelo, primero por lo extraña que me pareció y segundo por lo seductora. Todo desaparecía a su alrededor. Reinaba en el centro de la pantalla, como cuando se mira el sol y desaparece el resto. La llamaban Lila Violeta, de modo que, al llamar a la una, llamaban instintivamente a la otra y contestaba aceleradamente, cosa que no sucedía cuando llamaban por separado simplemente Lila o Violeta, sin recurrir al nombre compuesto que tanto éxito tiene desde el tiempo de María Magdalena. El nombre seducía a cualquiera. ¡Dos flores de tan bonito color, y perfumadas!. Una casi el reflejo de la otra, tímida, otra orgullosa, casi la coronación de la anterior. Pero estas dos flores no se entendían o, más bien dicho, nunca estaban de acuerdo en sus gustos, aunque físicamente se parecieran tanto. A Lila le gustaba la luz del día, a Violeta le gustaba la oscuridad más profunda de la noche. A Lila le gustaba la ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las fiestas, el gusto a fritura, las confiterías más elegantes. A 109 Violeta, por lo contrario, el campo, los hombres barbudos, el asado con cuero y, como aficionada a la música, los conciertos al aire libre. A Lila le gustaba el teatro, el palcobalcón, las cortinas de terciopelo rojo, las escalinatas interminables y las pinturas del plafond. A Violeta, el silencio más apacible, el silencio a la orilla de un lago desierto, las playas donde nadie va a veranear, donde sopla un viento que se lleva hasta las carpas. A Lila le gustaba bordar, le gustaba hasta el aviso luminoso de "Corte y confección" de una calle de Burzaco, donde soñó que aprendía el oficio de modista sin mayores dificultades. A Violeta le gustaba el piano, tocaba escalas a hurtadillas, sin descanso, a la hora de la siesta, cuando se lo permitía, para adquirir agilidad en los dedos. A Lila le gustaba el órgano porque era más grandioso y podía hacerse oír en una iglesia; le gustaban los perros. Siempre quería recoger uno abandonado, aunque fuera muy feo. A Violeta le gustaban los pájaros y cuando en los jardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque no les llevara miguitas de pan ni alpiste ni lechuga. A Lila le gustaban los vestidos de etiqueta, aunque no fuera a fiestas, los collares de filigrana y muchas puntillas y cuellos de armiño. A Violeta le gustaban los pantalones vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca estas niñas podían darse los gustos por no estar la una con la otra de acuerdo, ni siquiera en los alimentos. A Lila le gustaban los duraznos, las mandarinas, el budín del cielo; a Violeta las yemas acarameladas, nunca bastante dulces, solamente las manzanas verdes, nunca bastante verdes. Un día conocieron a un joven que llegó de visita a la casa como mandato del cielo, trayéndoles, de parte de la madrina que vivía en el campo, un paquete muy bien hecho, atado con cordones de colores; lo abrieron y, dentro de otro paquete, una caja que estaba llena de duraznos, mandarinas y manzanas verdes. —Qué bien conoce nuestros gustos —suspiró Violeta, arrodillándose junto a la caja que había posado en el suelo y, acariciando una manzana, exclamó—: Lástima que no sea deliciosa. Lila se alegró más que Violeta. Sin cuchillo, sin tenedor, sin plato para no tener que limpiarlos después, comieron luego de ofrecer al joven las frutas. Conversaron hasta la noche sin poder separarse, como siempre. A Lila le gustó el muchacho, a Violeta más, pero nunca se puede saber el grado de embeleso que produce un recién llegado. —No te vayas —le dijeron—. —Pero ¿dónde dormiré? —preguntó el joven—. —Aquí, sobre el felpudo —gritó Lila—, serás mi perro favorito. —Por ustedes hago cualquier cosa, hasta volverme perro —y se puso a ladrar—. —A mí no me gusta —protestó Violeta—. —¿No te gusta que me quede? —No me gustan los perros —protestó Violeta—. Voy a tocar el piano. Algo que les haga llorar. —¿Por qué? —preguntó Lila—. —Porque me queda mejor llorar que reír —contestó Violeta—. En un banquillo con un almohadón bordado se sentaron frente al piano y, mientras Violeta tocaba el piano, sintió que Lila y el muchacho se besaban, con el mismo ruido que ella hacía para llamar los pajaritos. Se odió a sí misma. "Por qué, por qué fingir alegría cuando el corazón está lleno de presentimientos", pensó. 110 Sobre la mesa, un frasco verde brillaba: era un remedio calmante, de minúsculas pastillas que en número exagerado podían ser mortales. El vaso era bonito: inspiraba posturas bonitas al que lo sostuviera. "Voy a matarme. Morir, dormir, tal vez soñar será la única solución para no verlos más", pensó. "Tengo el arma a mano. Nadie se dará cuenta”. Violeta, con el vaso de agua en la mano, empezó a tragar las píldoras sin molestias, admirablemente, y a medida que tragaba miraba al muchacho, ignorando a Lila, que interponía su mirada con olas de rencor. —¿Qué comes? —preguntó el muchacho. —Grageas —dijo—. ¿Quieres probar?. —Cómo se parecen ustedes. —Es claro que sí. —No sé a cuál quiero más. —Tenés que elegir. —Vos tenés que elegir —gritó Violeta a Lila—. —No puedo. Nadie advirtió que simultáneamente se estaban muriendo Lila y Violeta, pero yo sí: un día, en la realidad y no en la pantalla, tendría que suceder todo esto. Y sucedió, porque tuve la fatal idea de visitarlas, amando más a Lila que a Violeta y seducido más por Violeta que por Lila. Asistí a la muerte de la primera y al suicidio de la segunda. Los pulsos se detuvieron simultáneamente, como si no fuera bastante vivir dos veces la misma historia, una en la pantalla, la otra en la realidad.

El sombrero metamórfico Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para molestar. ¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?. Existió en el sur de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico, a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo. —No lo toquen, niños —exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban—. 111 —Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso. Los objetos son como las personas, malas o buenas. Éste es malo. —No es malo —le aseguró un niño a una niña—. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces. —Y yo Enrique Octavo —dijo la niña—, tratando de arrebatárselo. Por increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo. Tanto y tanto hicieron que el sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda. En algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había cambiado. El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los ojos. —Tal vez se dedique a la maldad —dijeron ciertos malvados—. —Es un sombrero que se parece a las personas. No sé si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos. —Trae mala muerte, irradia veneno —dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría—. Hay que matarlo. Lo mataron. ¿Cómo?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito. En el espejo quedó por un tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.

Revista SUMA, Ciudades invisibles

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