
lunes, 12 de noviembre de 2018
Héctor Oesterheld. El Eternauta
Héctor Germán Oesterheld
Nacido en Buenos Aires, Héctor Germán Oesterheld fue geólogo, hablaba francés, inglés y alemán. A partir de 1950 comienza a escribir guiones de historietas, relatos de aventuras y una gran cantidad de cuentos infantiles. Publicó en las revistas Misterix, Hora Cero y Frontera, entre otras. Sus personajes más conocidos son Sargento Kirk, Bull Rocket, Ernie Pike, Sherlock Time y Mort Cinder. Oesterheld desapareció en abril de 1977, y junto a sus cuatro hijas son parte de los desaparecidos de una parte de la triste historia de Argentina en la dictadura.
Eternauta
“[…] el “Eternauta” me llamó él, para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad. Mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos…”.
El Eternauta es una historieta argentina de ciencia ficción creada por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López. Fue publicada inicialmente en la revista de cómics Hora Cero Semanal de 1957 a 1959. Tuvo gran cantidad de secuelas y reediciones y tanto la historia original como la mayor parte de dichas secuelas han sido objeto de frecuente análisis y controversia. En 1969 Oesterheld creó una nueva versión de la historia junto a Alberto Breccia y luego la secuela El Eternauta II con Solano López, ambas de un tono político más agresivo que la historia original. Luego de la muerte de Oesterheld varios autores crearían secuelas como la tercera parte de la serie y “Odio cósmico”, mientras que Solano López crearía, conjuntamente con Pablo Maiztegui, “El mundo arrepentido”, “El regreso” y “La búsqueda de Elena”.
La historia se divide en tres partes, la primera, para muchos la mejor, cuenta la historia de Juan Salvo, un viajero en el tiempo que, con la ayuda del mismo Germán y sorteando varios problemas y escenarios imposibles, busca salvar a la humanidad de un exterminio nuclear, una invasión extraterrestre, y reencontrarse con su familia nuevamente.
Eternauta
La segunda parte trata de Germán y Juan Salvo llevados al futuro y combatiendo a Los Manos y Los Ellos. Hombres robots, mutantes y razas de perros evolucionados los acompañan en esta aventura.
Hombres Robots
La tercera parte se devela que los verdaderos enemigos y causantes de la invasión y destrucción de la humanidad son los Mefistos, robots bajo las órdenes de los Cóndores; seres humanos del futuro. Ahora Juan y Germán tienen que viajar en el tiempo para buscar la forma de detener a los Cóndores y así finalmente restaurar el espacio-tiempo.
Los Cóndores
La principal inspiración para la creación de El Eternauta fue la obra cumbre de Daniel Defoe; Robinson Crusoe, Oesterheld diría: ‘Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte.’
jueves, 31 de mayo de 2018
miércoles, 2 de mayo de 2018
El Sur. J.L. Borges
El sur
Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
sábado, 14 de abril de 2018
Antoine de Saint-Exupéry
Nació el 29 de junio de 1900 en en el número 8 de la Rue Peyrat (hoy Rue Alfonse Fochier), de Lyon.
Fue el tercer hijo del Conde Jean-Marie de Saint-Euxpéry y Marie Boyer de Fonscolombe, matrimonio aristocrático y empobrecido. Quedó huérfano a los cuatro años.
Cursó estudios en los colegios de los jesuitas, de los maristas y en la Universidad de Friburgo. No consiguió entrar en la escuela Central ni en la Naval. Comenzó estudios de arquitectura en 1920 que abandonó cuando entró en las Fuerzas Aéreas Francesas en 1921.
En agosto de ese mismo año es destinado a Marruecos donde tendrá su primer contacto con el desierto. Terminado su servicio militar ejerce diversos trabajos en París: encargado en una fábrica de tejas y ladrillos, vendedor de camiones,.... y renuncia incluso a un matrimonio de conveniencia.
En 1923 tuvo un primer accidente con el resultado de rotura de cráneo. En el año 1926 se hizo piloto comercial y trabajó para una empresa aérea. En 1927 realizó arriesgadas misiones de correo aéreo en África y Sudamérica. En 1934 ingresa en Air France. Como corresponsal de prensa visitó Moscú y España.
Sus dos primeros libros, Correo del Sur (1929) y Vuelo nocturno (1931) se caracterizan por la evocación poética romántica de la disciplina del vuelo. Sus obras posteriores, como Tierra de hombres (1939) y Piloto de guerra (1942), hacen hincapié en la filosofía humanista que marcó su vida. Su popular libro El principito (1943) es una fábula infantil para adultos por su significado alegórico.
Al estallar la II Guerra Mundial se enroló en las unidades de reconocimiento aliadas; en 1943 se incorporó a las tropas de la Francia Libre y el 31 de julio del año siguiente mientras realizaba la misión de fotografiar el territorio del sur de Francia en preparación para el aterrizaje de los aliados; su avión fue abatido por otro alemán y no se volvió a saber de él.
Los restos del avión fueron encontrados en el mar en el mes de abril de 2004 frente a las costas de Marsella. Sus cuadernos de notas reunidos bajo el título de Ciudadela (1948), se publicaron póstumamente.
Fue el tercer hijo del Conde Jean-Marie de Saint-Euxpéry y Marie Boyer de Fonscolombe, matrimonio aristocrático y empobrecido. Quedó huérfano a los cuatro años.
Cursó estudios en los colegios de los jesuitas, de los maristas y en la Universidad de Friburgo. No consiguió entrar en la escuela Central ni en la Naval. Comenzó estudios de arquitectura en 1920 que abandonó cuando entró en las Fuerzas Aéreas Francesas en 1921.
En agosto de ese mismo año es destinado a Marruecos donde tendrá su primer contacto con el desierto. Terminado su servicio militar ejerce diversos trabajos en París: encargado en una fábrica de tejas y ladrillos, vendedor de camiones,.... y renuncia incluso a un matrimonio de conveniencia.
En 1923 tuvo un primer accidente con el resultado de rotura de cráneo. En el año 1926 se hizo piloto comercial y trabajó para una empresa aérea. En 1927 realizó arriesgadas misiones de correo aéreo en África y Sudamérica. En 1934 ingresa en Air France. Como corresponsal de prensa visitó Moscú y España.
Sus dos primeros libros, Correo del Sur (1929) y Vuelo nocturno (1931) se caracterizan por la evocación poética romántica de la disciplina del vuelo. Sus obras posteriores, como Tierra de hombres (1939) y Piloto de guerra (1942), hacen hincapié en la filosofía humanista que marcó su vida. Su popular libro El principito (1943) es una fábula infantil para adultos por su significado alegórico.
Al estallar la II Guerra Mundial se enroló en las unidades de reconocimiento aliadas; en 1943 se incorporó a las tropas de la Francia Libre y el 31 de julio del año siguiente mientras realizaba la misión de fotografiar el territorio del sur de Francia en preparación para el aterrizaje de los aliados; su avión fue abatido por otro alemán y no se volvió a saber de él.
Los restos del avión fueron encontrados en el mar en el mes de abril de 2004 frente a las costas de Marsella. Sus cuadernos de notas reunidos bajo el título de Ciudadela (1948), se publicaron póstumamente.
jueves, 12 de abril de 2018
Edgar Allan Poe
Nació el 19 de enero de 1809 en Boston. Hijo
de Elizabeth Arlold Poe y David Poe, actores de teatro itinerantes que
fallecieron cuando él era un niño. Fue criado por John Allan, un hombre
de negocios. Cuando contaba seis años se trasladan a Inglaterra donde
ingresó en un internado privado. Cuando regresó a Estados Unidos en el
año 1820 continuó estudiando en centros privados y más adelante entró en
la universidad de Virginia donde permaneció durante un año. Durante su
adolescencia ya escribía poemas con influencias de Byron. En 1827 dada
su afición a la bebida y al juego, su padre adoptivo se negó a pagar sus
deudas y le obligó a trabajar como empleado. Abandonó su trabajo y
viajó a Boston donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y
otros poemas (1827). Se alistó en el ejército, en el que permaneció dos
años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y se
reconcilió con su padre, que le consiguió un cargo en la Academia
militar, pero a los pocos meses fue despedido por negligencia en el
deber; su padre adoptivo le repudió para siempre. Al año siguiente de
publicar su tercer libro, Poemas (1831), viaja a Baltimore, donde vivió
con su tía y una sobrina de 11 años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento
'Manuscrito encontrado en una botella' ganó un concurso patrocinado por
el Baltimore Saturday Visitor. De 1835 a 1837 fue redactor de Southern
Baltimore Messenger. En 1836 contrae matrimonio con su sobrina y durante
la década siguiente, trabajó como redactor para varias revistas en
Filadelfia y Nueva York. Escribió 'El cuervo' (1845), 'Las campanas'
(1849), 'El durmiente' (1831), 'Lenore' (1831) y 'Annabel Lee' (1849).
Su obra poética refleja la influencia de poetas ingleses como Milton,
Shelley y Coleridge. Como redactor su labor consistió en reseñar libros,
escribiendo un significativo número de críticas. Uno de sus relato más
famosos es 'El escarabajo de oro' (1843). Fue autor además de 'Los
crímenes de la calle Morgue' (1841), 'El misterio de Marie Rogêt'
(1842-1843) y 'La carta robada' (1844) están considerados como los
predecesores de la moderna novela de misterio o policiaca. Entre sus
cuentos sobresalen 'La caída de la casa Usher' (1839), 'El pozo y el
péndulo' (1842) 'El corazón delator' (1843) y 'El barril del
amontillado' (1846). En el año 1847 falleció su mujer y él mismo cayó
enfermo; su adicción al alcohol y su consumo de drogas, provocaron su
temprana muerte en Baltimore, el 7 de octubre de 1849.
viernes, 6 de abril de 2018
jueves, 5 de abril de 2018
Esteban Echeverría
(José Esteban Echeverría; Buenos Aires, 1805 - Montevideo, 1851) Escritor argentino, una de las figuras fundamentales del romanticismo argentino e hispanoamericano. Hijo de español y criolla, quedó huérfano de padre a temprana edad. Confesó luego haber llevado una vida disipada entre los quince y los dieciocho años, pero fue buen alumno en el estricto Colegio de Ciencias Morales hasta 1823, cuando lo abandonó para dedicarse al comercio.
Entre los años 1826 y 1830, el joven Echeverría, becado por el gobierno de Bernardino Rivadavia para formarse profesionalmente en París, tuvo la oportunidad de observar de cerca el auge del movimiento romántico francés, llegado de Alemania a principios del siglo XIX de la mano de François-René de Chateaubriand y de Madame de Staël. No era ajeno a esta nueva tendencia artística y literaria un sesgo utópico, de carácter socialista y liberal, que se enriquecía con el aporte de pensadores como Henri de Saint-Simon y Gaston Leroux.
Las notas salientes del romanticismo, como la exaltación del color local, el estudio de la historia nacional o la búsqueda de un lenguaje propio como elemento diferenciador de una cultura, no dejaron de llamar la atención de Echeverría, quien las vio como un catálogo de principios susceptibles de ser trasladados a la nueva realidad americana. En efecto, tales principios estéticos y filosóficos parecían adecuarse a la perfección a los ideales de la Revolución de 1810.
Ya en Buenos Aires y con Juan Manuel de Rosas en el gobierno, Esteban Echeverría publicó de manera anónima, en 1832, Elvira o la novia del Plata. Considerada como la primera obra romántica de la América de habla castellana y una de las primeras de la lengua, en ella se perciben algunas marcas del nuevo ideario estético.
La importancia de esta obra, así como la de sus siguientes libros (Los consuelos, 1834, y Rimas, 1837, que contiene el célebre poema La cautiva), reside más en sus temas y en la oportunidad de su tratamiento que en la calidad literaria de sus versos. La cautiva es un extenso poema de 2.142 versos divididos en nueve partes y un epílogo; cuenta la historia del trágico destino de Brian, un soldado prisionero de los indios, y de María, su mujer, cautiva en la misma toldería. Pero no son las alternativas de Argentina.
¿Quién es Laura Esquivel?
Laura Esquivel nació el 30 de septiembre de 1950 en México DF. Cursó
estudios de educadora, así como de teatro y creación dramática, y se
especializó en teatro infantil, fue cofundadora del Taller de Teatro y
Literatura Infantil, adscrito a la Secretaría de Educación Pública.
En 1980 Laura Esquivel se introdujo en la creación de guiones
cinematográficos, debutando en 1985 con el guión de la película Chido
One, el Tacos de Oro, nominada por su argumento para el premio Ariel de
la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de México. En 1987 su
obra de teatro infantil Viaje a la isla de Kolitas obtuvo una acogida
muy favorable, manteniéndose en cartel durante un año en la capital
mexicana. Pero fue su primera novela, Como agua para chocolate, la que
le deparó un enorme éxito comercial y fue llevada al cine por su
entonces esposo Alfonso Aráu en 1992 y galardonada con 10 premios Ariel
de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. Tanto la
película como el libro, traducido a más de 30 idiomas, tuvieron mucho
éxito en diversos países.
En 1994 le otorgaron el Premio ABBY (American Bookseller Book of the
Year), galardón que por vez primera fue concedido a una escritora
extranjera.
Su segunda novela, La ley del amor, apareció en 1994.
BIBLIOGRAFÍA
Como agua para chocolate (1989)
La ley del amor (1995)
Íntimas suculencias (1998)
Estrellita marinera (1999)
El libro de las emociones (2000)
Tan veloz como el deseo (2001)
Malinche (2006)
PREMIOS
American Bookseller Book of the Year (2004)
Malinche. Laura Esquivel
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La novela Malinche, se encuentra dividida en ocho capítulos que se encuentran ilustrados por Jordi Castells, los dibujos están realizados a modo que asemejan ser parte de la iconografía de un códice prehispánico, si bien a la autora lo advierte no deja de dar una sensación de que se ilustra con un documento antiguo.
La novela Malinche, se encuentra dividida en ocho capítulos que se encuentran ilustrados por Jordi Castells, los dibujos están realizados a modo que asemejan ser parte de la iconografía de un códice prehispánico, si bien a la autora lo advierte no deja de dar una sensación de que se ilustra con un documento antiguo.
jueves, 29 de marzo de 2018
miércoles, 28 de marzo de 2018
miércoles, 21 de marzo de 2018
Infierno grande. Giillermo Matínez
Infierno grande.
Guillermo Martínez
Muchas veces, cuando el
almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del
muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo
volvió a mencionar.
Por alguna razón que
no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con
la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y
desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la
primavera y por eso, cuando entró al almacén,yo supuse que sería un mochilero
de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la
cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y
me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquella. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecíaestorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquella. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecíaestorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el
muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos,
cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía
compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba
todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a
leer el Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al
principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de
él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisapronta, como suele
suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía
sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato
afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que
toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el
espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si
ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente
daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos
cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al
muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería
ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos
todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre
algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres
parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese
matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por
otro lado el muchacho era tan buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de
complicidad que quizá ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una
semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco
se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios
en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dosbandos: los que estaban
convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la
Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino
había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las
madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y
les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor. Sin embargo, aunque
parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos
del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del
peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría
llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más montruoso.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más montruoso.
Yo escuchaba en el
almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor
supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones
se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía
haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula
palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los
cadáveres.
Y un día los encontró.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios
de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo
en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a
buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente.
Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con
sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de
pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el
almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada
de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la
marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía
las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y
fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval,
ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora
inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas,
cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin
acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella
sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente
Viejo.
Cuando llegamos a
los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el
torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en
torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más
inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal
embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando
que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando
oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre
animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso
espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció
que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar,
el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí,
las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había
dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabeza, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabeza, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
La Francesa regresó
pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en
el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.
jueves, 8 de marzo de 2018
Las vestiduras peligrosas. Silvina Ocampo
Las vestiduras peligrosas
Lloro como una
Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando
charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi
tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle
algo de su gracia. Me decía: —Piluca, haceme un vestido peligroso. Era ociosa y
dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada
dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar
cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba
miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor
era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque
la niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella
en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba.
Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en
la iglesia rezando. Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no
de modista como le dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que
hacerle un vestido. Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia
con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón
era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el
género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular
el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse
nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su
bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo: —Tome
un poco más, vamos —con aire puerco. Le obedecí y volvió a decirme con el mismo
tono, riéndose: —Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?. Mientras
hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara.
La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una
mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.
Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el
diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me
llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un
cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué
más quería?. Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo
como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas
ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su
mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un
mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me
di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen
siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué
hay de malo?. Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina
de coser eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París,
que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón
de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres
importados, centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura.
Una habitación 23 con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en
la vida de una mujer honrada. Hay bondades que matan, como dije anteriormente;
son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia—. —Pero niña, no tengo tiempo. —Yo sé que lo vas a
hacer en un cerrar y abrir de ojos. —Manos a la obra —yo exclamaba sin saber
por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta
las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir
pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi
bolsillo. La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede,
pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan
los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea
propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto
era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo
el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí empezó mi
desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma
pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de
terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde
me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos.
Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar
la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper,
no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía
una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían
como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta
de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que
admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a
regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día
siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó
una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una
patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo.
La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo,
que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se
hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté
por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había
conocido. ¡Qué sensibilidad!. —Debió de sucederme a mí —me contestó,
enjugándose las lágrimas—. —Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero
no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad. —Es horrible que
esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El
jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí. No comprendí. Me ruboricé y
sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo. Al día
siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se
lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente: —¡Dios mío! ¡Virgen
Santísima!. —¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo
no contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?—. 24 Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque
soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con
todo al aire, me muero. —Usted es una santulona, pero no hay derecho de
imponerle sus ideas a los demás. —Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar.
Ayúdeme, entonces —me dijo—. El vestido que había dibujado era más indecente
que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas
muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los
perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados
y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menor movimiento
de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el
vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo,
viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se
transparentaba a través de la gasa. Le pregunté: —¿Cómo le hago el viso?. —Su
abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso?. Usted, vieja, está muy
anticuada. Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y
hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi
alejarse y no dormí en toda la santa noche. Al día siguiente la encontré
malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la
otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio,
una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El
vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies
pintados. La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla. —No puedo hacer
nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamó sacudiendo la
cabeza—. —Pero, niña, no diga esas cosas. —Son unas copionas. Y las copionas
son las que tienen éxito. —¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar. —No me
entiende, Régula. —Llámeme Piluca y no se enoje. El siguiente vestido me sacó
canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que
representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos
cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula
Portinari, metida en ésas; no parecía posible. Durante una semana cosí
temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos
que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir. Rebajé cinco kilos cosiendo
ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de
costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos,
cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido
hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de
esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne: 25 —Va a
tener frío, niña. Lleve un abrigo. —Qué frío puedo tener en el auto con
calefacción. Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío. Al día siguiente,
nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una
noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo.
En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la
ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El
vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento
parecían abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre.
Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la
llevaban. En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el
pantalón y una camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así,
vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda
bien el pantalón?. Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho.
Tal vez pensó que no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana
siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a la
puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible
que después supe y leí en los diarios: Una patota de jóvenes amorales violaron
a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la
acuchillaron por tramposa.
Casi el reflejo de la otra Fue por televisión donde la vi.
Me costó varias noches de desvelo, primero por lo extraña que me pareció y
segundo por lo seductora. Todo desaparecía a su alrededor. Reinaba en el centro
de la pantalla, como cuando se mira el sol y desaparece el resto. La llamaban
Lila Violeta, de modo que, al llamar a la una, llamaban instintivamente a la
otra y contestaba aceleradamente, cosa que no sucedía cuando llamaban por
separado simplemente Lila o Violeta, sin recurrir al nombre compuesto que tanto
éxito tiene desde el tiempo de María Magdalena. El nombre seducía a cualquiera.
¡Dos flores de tan bonito color, y perfumadas!. Una casi el reflejo de la otra,
tímida, otra orgullosa, casi la coronación de la anterior. Pero estas dos
flores no se entendían o, más bien dicho, nunca estaban de acuerdo en sus
gustos, aunque físicamente se parecieran tanto. A Lila le gustaba la luz del
día, a Violeta le gustaba la oscuridad más profunda de la noche. A Lila le
gustaba la ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las fiestas,
el gusto a fritura, las confiterías más elegantes. A 109 Violeta, por lo
contrario, el campo, los hombres barbudos, el asado con cuero y, como
aficionada a la música, los conciertos al aire libre. A Lila le gustaba el
teatro, el palcobalcón, las cortinas de terciopelo rojo, las escalinatas
interminables y las pinturas del plafond. A Violeta, el silencio más apacible,
el silencio a la orilla de un lago desierto, las playas donde nadie va a
veranear, donde sopla un viento que se lleva hasta las carpas. A Lila le
gustaba bordar, le gustaba hasta el aviso luminoso de "Corte y
confección" de una calle de Burzaco, donde soñó que aprendía el oficio de
modista sin mayores dificultades. A Violeta le gustaba el piano, tocaba escalas
a hurtadillas, sin descanso, a la hora de la siesta, cuando se lo permitía,
para adquirir agilidad en los dedos. A Lila le gustaba el órgano porque era más
grandioso y podía hacerse oír en una iglesia; le gustaban los perros. Siempre
quería recoger uno abandonado, aunque fuera muy feo. A Violeta le gustaban los
pájaros y cuando en los jardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque
no les llevara miguitas de pan ni alpiste ni lechuga. A Lila le gustaban los
vestidos de etiqueta, aunque no fuera a fiestas, los collares de filigrana y
muchas puntillas y cuellos de armiño. A Violeta le gustaban los pantalones
vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca estas niñas podían darse los gustos
por no estar la una con la otra de acuerdo, ni siquiera en los alimentos. A
Lila le gustaban los duraznos, las mandarinas, el budín del cielo; a Violeta
las yemas acarameladas, nunca bastante dulces, solamente las manzanas verdes,
nunca bastante verdes. Un día conocieron a un joven que llegó de visita a la
casa como mandato del cielo, trayéndoles, de parte de la madrina que vivía en
el campo, un paquete muy bien hecho, atado con cordones de colores; lo abrieron
y, dentro de otro paquete, una caja que estaba llena de duraznos, mandarinas y
manzanas verdes. —Qué bien conoce nuestros gustos —suspiró Violeta,
arrodillándose junto a la caja que había posado en el suelo y, acariciando una
manzana, exclamó—: Lástima que no sea deliciosa. Lila se alegró más que
Violeta. Sin cuchillo, sin tenedor, sin plato para no tener que limpiarlos
después, comieron luego de ofrecer al joven las frutas. Conversaron hasta la
noche sin poder separarse, como siempre. A Lila le gustó el muchacho, a Violeta
más, pero nunca se puede saber el grado de embeleso que produce un recién
llegado. —No te vayas —le dijeron—. —Pero ¿dónde dormiré? —preguntó el joven—.
—Aquí, sobre el felpudo —gritó Lila—, serás mi perro favorito. —Por ustedes
hago cualquier cosa, hasta volverme perro —y se puso a ladrar—. —A mí no me
gusta —protestó Violeta—. —¿No te gusta que me quede? —No me gustan los perros
—protestó Violeta—. Voy a tocar el piano. Algo que les haga llorar. —¿Por qué?
—preguntó Lila—. —Porque me queda mejor llorar que reír —contestó Violeta—. En
un banquillo con un almohadón bordado se sentaron frente al piano y, mientras
Violeta tocaba el piano, sintió que Lila y el muchacho se besaban, con el mismo
ruido que ella hacía para llamar los pajaritos. Se odió a sí misma. "Por
qué, por qué fingir alegría cuando el corazón está lleno de
presentimientos", pensó. 110 Sobre la mesa, un frasco verde brillaba: era
un remedio calmante, de minúsculas pastillas que en número exagerado podían ser
mortales. El vaso era bonito: inspiraba posturas bonitas al que lo sostuviera.
"Voy a matarme. Morir, dormir, tal vez soñar será la única solución para
no verlos más", pensó. "Tengo el arma a mano. Nadie se dará cuenta”.
Violeta, con el vaso de agua en la mano, empezó a tragar las píldoras sin
molestias, admirablemente, y a medida que tragaba miraba al muchacho, ignorando
a Lila, que interponía su mirada con olas de rencor. —¿Qué comes? —preguntó el
muchacho. —Grageas —dijo—. ¿Quieres probar?. —Cómo se parecen ustedes. —Es
claro que sí. —No sé a cuál quiero más. —Tenés que elegir. —Vos tenés que
elegir —gritó Violeta a Lila—. —No puedo. Nadie advirtió que simultáneamente se
estaban muriendo Lila y Violeta, pero yo sí: un día, en la realidad y no en la
pantalla, tendría que suceder todo esto. Y sucedió, porque tuve la fatal idea
de visitarlas, amando más a Lila que a Violeta y seducido más por Violeta que
por Lila. Asistí a la muerte de la primera y al suicidio de la segunda. Los pulsos
se detuvieron simultáneamente, como si no fuera bastante vivir dos veces la
misma historia, una en la pantalla, la otra en la realidad.
El sombrero metamórfico Los sombreros se usan para
precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos;
los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o
ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para
molestar. ¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?. Existió en el sur
de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado
para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de
nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de
un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni
reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no
estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico,
a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de
irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró
hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos
jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de
adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa
infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de
deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El
sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala,
sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo. —No lo toquen,
niños —exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban—. 111
—Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a
hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso.
Los objetos son como las personas, malas o buenas. Éste es malo. —No es malo
—le aseguró un niño a una niña—. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces.
—Y yo Enrique Octavo —dijo la niña—, tratando de arrebatárselo. Por increíble
que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo. Tanto y tanto hicieron que el
sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte
cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de
seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conjunto de blusa y falda. En
algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a
dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al
desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante
esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se
llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero
bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de
algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la
sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas
clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el
precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había
cambiado. El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de
la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de
una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los
males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo
una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, tan
manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían
falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado,
sino de un verdinegro que engañaba a los ojos. —Tal vez se dedique a la maldad
—dijeron ciertos malvados—. —Es un sombrero que se parece a las personas. No sé
si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos. —Trae mala muerte,
irradia veneno —dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría—. Hay que
matarlo. Lo mataron. ¿Cómo?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le
arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito. En el espejo quedó por un
tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.
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Las vestiduras peligrosas Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos. Po...
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