domingo, 3 de mayo de 2015
miércoles, 18 de marzo de 2015
miércoles, 11 de marzo de 2015
Género policial
Género policial
Respondan:
¿Por qué creen que se
llama género policial?
¿Cómo creen que son
presentados los policías en este género?
¿Han leído algún
cuento o visto alguna película policial? ¿Cuál?
Con el curso conversen
sobre esos textos o películas que conocen e intenten hacer una lista de las
características del género policial.
ROBERTO
ARLT Nació en abril de 1900 en Buenos Aires, ciudad donde falleció en julio de
1942. Hijo del prusiano Karl Arlt y de la italiana Ekatherine Iostraibitzer,
ambos inmigrantes, su infancia transcurrió en el barrio porteño de Flores,
donde la relación con su padre estuvo signada por un trato severo. Novelista,
cuentista, dramaturgo, periodista e inventor, su primera novela (1926) El
juguete rabioso, apareció fragmentada en la revista Proa. Por esa época comenzó
a escribir para los diarios Crítica y El Mundo, donde publicó sus célebres
columnas “Aguafuertes porteñas”. En 1935, enviado por El Mundo, viajó a España
y a África, y desde el exterior compuso la serie de artículos “Aguafuertes
españolas”. Entre sus obras figuran novelas: El juguete rabioso, Los siete
locos, Los lanzallamas, El amor br ujo; cuentos: El jorobadito, El criador de
gorilas ; varias obras de teatro: Trescientos millones, Saverio el cruel, El
fabricante de fantasmas, La isla desierta, África. También se llevaron al cine
adaptaciones de sus obras: Noche terrible, El juguete rabioso, Pequeños
propietarios, Los siete locos.
La pista de los
dientes de oro
Roberto Arlt
Lauro
Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda
mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de
oro. Entonces ejecuta la acción extra- ña; introduce en la boca los dedos
pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes
metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente
natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos
dientes de oro. Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y
prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer
que sus dientes aparecieran como de ese metal. Esto ocurre a las once de la
noche. A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el
botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado
por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico.
Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los
dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado. A las once y media, un
grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde
estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la
puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente
número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la
puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta
circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta
se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla
cuelgan los pies de un hombre. En el interior del cuarto un fotógrafo policial
registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a
ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una
sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama
del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha
sujetado a la víctima. Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán Gonzá- lez,
portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico
Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes
de oro y anteojos amarillos. A las doce y media de la noche, los redactores de
guardia en los periódicos escriben titulares así: EL ENIGMA DEL BÁRBARO CRIMEN
DEL DIENTE DE ORO Son las diez de la mañana. El asesino Lauro Spronzini,
sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos
frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían
reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al
verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera
luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene
la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones. Lauro Spronzini deja de
leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que
pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que
piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en
cuya boca hay engastados dos dientes de oro. No se equivoca. A esa misma hora,
hombres de diferente condición social pululaban por las intrincadas galerías
del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su
inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad. Un barbudo de nariz de trompeta
y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y
melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas
primeras palabras son: –Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos
dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen. El calvo recibe las
declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son
los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las
indagaciones elementales, pregunta y anota: –Entre nueve y once de la noche,
¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal
lugar? Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían
acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan
distinguido como el que ellas presentaban. En las declaraciones se descubrían
singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito
cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de
"profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo,
después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha
cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue
registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado
como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no
ha cometido. Queda detenido. También se presenta una señora inmensamente gorda,
con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El
barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la
estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas. Los ciudadanos que
tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las
primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquel que en un café, en una
oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es
observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los
hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les
intranquiliza la soterrada de los que los tratan. Son raros en esos días
aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan
culpables de algo. En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas
de la capital las direcciones de las personas que han asistido por enfermedades
de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el
orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a
la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este
crimen de características tan singulares. Las hipótesis del crimen pueden
reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos. Doménico
Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con
éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como para que no se
lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula
de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó
para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego
amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a
su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a
ahorcarla. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado
sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana. La
primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso
desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado
sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y
la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el
crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones
espeluznantes. La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los
dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes,
para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen
dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos
los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de
este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen
su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los
archivos de la policía... El asesino no es descubierto nunca. Sin embargo, una
persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. Era Diana Lucerna. Pero
ella no lo hizo. A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan
su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela.
Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del
diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un
clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano
borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la
mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no
gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite
suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una
espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la
pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de
volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento, el hueso del maxilar
pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos
de fosforescencias pasan por sus ojos. Lauro comprende que ya no puede
continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos
mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su
boca. Es necesario visitar a un odontólogo. Instintivamente, no sabe por qué
razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un
profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono. Una hora después
Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el
espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una
neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de
pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte
interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de
papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el
cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana
Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la
pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana
Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar
estaba fijada esa veta de papel de oro. Diana Lucerna, como otros dentistas, ha
recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos
a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco,
observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: –Hay un diente picado. Habrá que
hacerle una orificación. Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de
fingir indiferencia, pregunta: –¿Cuesta mucho platinarlo? –No; la diferencia es
muy poca. Mientras Diana prepara el torno, habla: –A causa del crimen del
hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse
con oro las dentaduras. Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el
espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista
prosigue, mientras escoge unas mechas: –Yo creo que ese crimen es una
venganza... ¿Y usted? ... –Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que
cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo,
reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y
matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos. Media
hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado
anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le dice:
–Véngase pasado mañana. Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio,
frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana
las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada,
va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación
externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios
del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella
venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un
diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro
para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se
revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría
en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le
queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí
hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada
en su voluntad moral. Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre
que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su
corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta
el pecho con las manos. Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y
busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!...
Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si
llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre
como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad
está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas. Una impaciencia
extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros
seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el
automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas;
súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada oscura de una casa de
departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada
asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra...
Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha
puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha
azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra
la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie
frente a él. Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende
que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a
la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico
Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece. Lauro la
mira, y después, con voz dulce, le pregunta: –¿Qué le pasa, señorita? Ella se
siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve
a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los
desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación
sobreviene la repulsión, y entonces dice: –Yo soy quien mató a Doménico
Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario
de quien he oído hablar. En Brindisi –yo soy italiano–, hace siete años, se
llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó.
Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró
treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era
él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe,
lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le
relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise
que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes. Diana
lo escucha y responde: –Supe que era usted por las partículas de oro que
quedaron adheridas en la hendidura de la caries. Lauro prosigue: –Supe que él
había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. –¿No lo encontrarán a usted?
–No; si usted no me denuncia. Diana lo mira: –Es espantoso lo que usted ha
hecho. Lauro la interrumpió, frío: –La agonía de él ha durado una hora. La
agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y
treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con
la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus
promesas. Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón: –¿No lo
encontrarán a usted? –Yo creo que no... –¿Vendrá usted a curarse mañana? –Sí,
señorita; mañana iré. Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
Respondan:
1- ¿Cuál es el enigma a resolver en este relato?
2- ¿Por qué les cuesta tanto a los policías
encontrar al culpable?
3- ¿Por qué motivo mata el asesino?
4- ¿Creen que al final se hace justicia?
Justifiquen.
jueves, 5 de marzo de 2015
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