lunes, 17 de noviembre de 2014
jueves, 13 de noviembre de 2014
miércoles, 12 de noviembre de 2014
Julio Cortázar
El sentimiento de lo fantástico.
Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.
Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.
martes, 11 de noviembre de 2014
Todos los fuegos el fuego. Cortázar
Julio Cortázar
Todos los fuegos el fuego
ÍNDICE
La autopista del sur
Gli automobilisti sembrano nom avere
storia… Come realtà, un ingorgo automobilistico impressiona ma non ci dice gran
che.
Arrigo Benedetti
“L’Espresso”, Roma, 21/6/1964
Al principio la muchacha del Dauphine había
insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404
le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese
tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra
cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a
París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de
Fontainebleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada
lado (ya se sabe que los domingos la autopista está íntegramente reservada a
los que regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros,
detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la muchacha del
Dauphine a la izquierda, mirar por el retrovisor al hombre pálido que conduce
un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio del
Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace
bromas y come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los dos
jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse de los altos y
explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los autos de
más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de atrás no
inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la altura de
un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento la hora,
y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los dos hombres que viajan
con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias
consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y
el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más,
puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y
contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que
parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él
descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella
mordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso,
de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la
espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El
calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la
inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos
destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los
cristales y en los bordes cromados, y para colmo la sensación contradictoria
del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del
ingeniero ocupaba el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la
franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su
derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente
los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta
cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del Simca que le
caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la situación en sus
menores detalles, y la impresión general era que hasta Corbeil-Essones se
avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría
acelerándose una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar
lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún accidente muy
grave debía haberse producido en la zona, única explicación de una lentitud tan
increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un
tópico tras otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros, una frase
sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera
convenido tanto llegar a Milly-la-Foret antes de las ocho, pues llevaban una
cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le
importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y media; la
muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar
más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le parecía un
atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos.
En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba
insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del
ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un
plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era
un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que
ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre
la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos
negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos
improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas
de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran
objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar
las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane
que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un
soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el
exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse
peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia,
Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista
opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot,
Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos
hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el
solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y
reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la
muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se
deslizaba entre los autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la
filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia probablemente falsa
repetida de auto en auto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjero
saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de portezuelas cuando los
pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se
oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero salía corriendo,
se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrarse al suyo y no quedar
expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la tarde se había sabido
así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un
niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que había
aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly
colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba
seguro de que todo o casi todo era falso, aunque algo grave debía haber
ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la
circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane,
que tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien la región, contaban
de otro domingo en que el tránsito había estado detenido durante cinco horas,
pero ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia
la izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea
anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una
copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas
entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la
columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y
arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera
velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al
punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y
otra.
En algún momento, harto de inacción, el
ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable
para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el Dauphine
había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a un
De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no
entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de
l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y
se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio
salió del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes con la noticia
de que un Piper Cub se había estrellado en plena autopista, varios muertos. Al
americano el Piper Cub lo tenía profundamente sin cuidado, y también al
ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404,
transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al
matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la muchacha del
Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el
Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al
revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque, como si
un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo
sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Cub, señorita, es un pequeño avión
de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo de
tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos,
si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra
del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir
suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a
anochecer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila) una gran
mariposa blanca se posó en el parabrisas del Dauphine, y la muchacha y el
ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de su reposo; la
vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID
violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404,
regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla,
aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar
comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al anochecer la
columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta metros; cuando el
ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6 había
desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el
mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y
coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las
monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido
con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento
(ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan
contradictorias como las otras ya olvidadas. No había sido un Piper Cub sino un
planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault
había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París;
uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la
autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al
meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se
propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios.
Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado
un poco más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por
la ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la
muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un
nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció
tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero
lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para
dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el
sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su
vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados,
porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya
agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo.
La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero
abandonaron los autos junto con el padre de la niña para buscar agua. Delante
del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un
Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero
podía darles unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID se consultó un
momento antes de que la anciana metiera la mano en un bolso y sacara una
pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían
hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la
mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el
ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado;
volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el
tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco
lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre
la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día
en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los
cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha
del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las radios
locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un
aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.
Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para
descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca
sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero
bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a
las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la
muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle
importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó,
alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó
llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener
demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en
la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de
la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un
primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos
movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un
bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más
tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de
la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas,
algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su
río inmóvil de vehículos. Casi tropezó con el campesino del Ariane, que
balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la
autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el
ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía
apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al
404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la
curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW
miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo
bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta
hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían
rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos
del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y
cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la
víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir
y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro
extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a
subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se
concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar
otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del
matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre
silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su
izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride,
para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando
la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con
los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de
provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban
que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto
circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a París. Al ingeniero le molestaba la idea de
erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para
conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del
Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció
las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno
de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,
obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de
hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los
ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos,
como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no
hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo
algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno
de los ocupantes del Taunus, en el que tenía una confianza instintiva, se
encargara de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el
momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del
Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y
a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía
mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas
y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero
solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en
cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera
ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento
dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo
que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos más atrás en la
misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido
conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a
la muchacho del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde,
y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y
le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por
el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a
grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A
su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el
otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos
atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos
de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido,
se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho
gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus.
Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía
más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su compañera le
mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus
actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los niños para
que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el buen humor era
forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismo
de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos
y sucios era la vejación más grande; los enternecía casi la rotunda
indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de las axilas
cada vez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia de último
momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmente por el retrovisor y
encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del
Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido
ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado
todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a
charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se
dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle
algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le
daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que
parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar
contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se
habían peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la
muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y
la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente unas ráfagas
tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la
gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas,
coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos
brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en
la atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró sin
comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos del
cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuir las
provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén
general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus
había ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos
vecinos; después, con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad
de alimentos a los otros grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se
decidió que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a la
anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó
dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente
el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha
del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404
con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre,
mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en una frazada.
El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún
momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo
unos tragos del aguardiente que el campesino había entregado a Taunus esa
mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas
entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa
necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras
Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero
descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero
creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el jefe de otro
grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido un principio
de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había querido hervir
clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba
de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se le
escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse muy temprano
y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero
como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo casi nadie se impacientaba
ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros,
y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se
envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua
potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole
por el pecho y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la
miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID,
vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que atendieran a la anciana que no
se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba con un médico
entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. El ingeniero, que había
seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del Simca
para hacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles su
oportunidad. Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos cubrieron
las ventanillas del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia para
que la anciana descansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió a su
lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico. Después las monjas
se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde
como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el sol
castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde los
viejitos parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta el
alto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del
bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la
temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en ellas.
Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en el aire,
que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y
Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane y el
soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y le dijo
francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más provisiones
y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que
tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las
mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más
alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de
que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la
región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo salieran al alba para comprar
provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar
pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición. La idea
era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se decidió
que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y llevarían
todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los otros
grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y al
amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para que
la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a
las ocho llegó el médico, que no vio inconveniente en que el matrimonio regresara
a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría habilitado
permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron un
banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato
que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la temperatura
seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos a
la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y
una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca.
Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que
no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó discretamente
a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían fracasado. El amigo de
Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba a
venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre ventas a particulares y
sospechando que podían ser inspectores que se valían de las circunstancias para
ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una pequeña cantidad de
agua y algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar
en detalles. Desde luego ya no podía pasar mucho tiempo sin que cesara el
embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los más
adecuados para los dos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro
y media para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo
a Taunus que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la
radio se había hablado de una operación de emergencia para despejar la
autopista, pero aparte de un helicóptero que apareció brevemente al anochecer
no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y la
gente parecía esperar la llegada de la noche para taparse con las mantas y
abolir en el sueño algunas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero
escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le
contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a la señora del
Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si necesitaba
alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las últimas noticias y se puso
hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se
esperaba más del sueño que de las noticias siempre contradictorias o
desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar al ingeniero, al
soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante del Floride
acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca había visto el coche vacío,
y después de un rato se había puesto a buscar a su dueño para matar el tedio.
Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había protestado el
primer día aunque después acabara de quedarse tan callado como el piloto del
Caravelle. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor duda de que
Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había desertado
llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa
interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo del auto
abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había fastidiado
vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta dónde habría
podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás parecía
ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al
ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer
serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona
que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un metro
y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al vidrio y un
poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el lado
izquierdo para no despertar a las monjas, y se acercó al Caravelle. Después
buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre
se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda
bastaban, y la carta dirigida a una tal Yvette, alguien que lo había abandonado
en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba bien
establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido
quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches
y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a
un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el
cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás
a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía
provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían
amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El
campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar
herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se
les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del
ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a
su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el
portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola
líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía
conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que
quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que
su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a
instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en
pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine
y las monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el grupo.
Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en los autos o en
alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero. Se estableció una
lista de prioridades, se distribuyeron los abrigos. Otra vez volvía a faltar el
agua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que
trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por
qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la
autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche
alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al lado del
Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el
americano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todos
apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de
revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo
a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad;
quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había
avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre ochenta
y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía en
prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos en
quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera
profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar
a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero
al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para la
anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su marido
y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba
medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del
Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el
Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio.
Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie
abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías
empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la
calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían
llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca
habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y
otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las
portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el
ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido,
abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla
mojada. Casi sin resistencia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la
ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima
una gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus
ventanillas tapadas por las lonas de la tienda. En algún momento el ingeniero
bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar
completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de
empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de
una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la
mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la columna
avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió con
nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se
sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban
enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían
referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas
policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la
contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un
resto de perfume, la monja habló de Armagedón, del noveno día, de la cadena de
cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía
desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de
una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena
calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde
también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho
porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes
nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que
despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los
autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por
la forma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo único que podía hacer
Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido
posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a
traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de
distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la
anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de
disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de náuseas y
vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaban a la monja
a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del
soldado y la del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá
para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero,
pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban
en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para
dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos
estaban tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas
crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de felicidad duraba
aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejos
brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el
chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en
pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de explorar el horizonte inútil,
miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia descubría
a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un cuello, el final de un
beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la amistad del 404, les
gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al
404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en busca de calor, y al
muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna
chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre,
sin contar que el grupo de más adelante estaba en franco tren de hostilidad con
el de Taunus por una historia de un tubo de leche condensada, y salvo las
transacciones oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había relación
posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba
descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban
a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un
período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las
dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y soleados en que ya
era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos
vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y finalmente se logró hacer
la paz con el grupo de más adelante. De la brusca desaparición de Ford Mercury
se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que había podido ocurrirle, pero
Porsche siguió viniendo y controlando el mercado negro. Nunca faltaban del todo
el agua o las conservas, aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el
ingeniero se preguntaban qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero para
Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que
revelara la fuente de los suministros, pero en esos días la columna había
avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir esperando y evitar el
riesgo de echarlo todo a perder por una decisión violenta. Al ingeniero, que
había acabado por ceder a una indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un
momento el tímido anuncio de la muchacha del Dauphine, pero después comprendió
que no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella
acabó por parecerle tan natural como el reparto nocturno de las provisiones o
los viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la
anciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena
noche, acompañar y consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos
de los grupos de vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de
árbitro y resolver precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier
momento, sin horarios previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo
esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el
techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había
cambiado (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y
mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a
trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo
Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el
campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba
hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera
convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la
conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que
despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a
gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto
arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane
empezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su
triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el
Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo
estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina
mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo.
Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban a su vez
lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda,
interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el
pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo
izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos,
vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a
París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de
ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que
después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño
con espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comidas y retretes y
sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y
las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de
besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a
plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y
bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las
sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y
los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los
problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna
continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así
en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó
atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar
sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de
chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos
aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor
penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo
suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su
izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración
las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un
metro y el 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía
para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba
todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero
casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le
tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le
hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu
pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del
Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su
muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las
monjas o del Volkswagen del soldado vio un Chevrolet desconocido, y casi en
seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su
izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro,
pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir
todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se
dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros
adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda
se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte
trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos
corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su
fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas
entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos
encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se
cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los
velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros,
otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que
el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a
Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo
se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los
encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto
de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los
niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del rosario.
Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo la
marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de
mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más
atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a
través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros
rostros que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver
a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera,
y señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en
marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera
definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un
segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el
orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus
verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba
fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la
marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no
pensar. En el Volkswagen del soldado debía estar su chaqueta de cuero. Taunus
tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda
casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la
mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota.
Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían
los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con
Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine
subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía
que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el
soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas
horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el
precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con
la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que
crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué
esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los
otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente
hacia adelante.
LA SALUD DE LOS ENFERMOS
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió
mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz
de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que
encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a
la oficina, Rosa y Pepe despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta
tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo
que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes
con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había
sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de
Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna
manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se
había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y
acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en
cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar
dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el
teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible
y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras
Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se
quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para
contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las
últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura
como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les
pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y
de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío
Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera
del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya
casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer
vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que
les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron
que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería
a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho
peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de
llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía
casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos
y los tíos, para todos menos para mamá, ya que para mamá Alejandro estaba en el
Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una
fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro
había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido
siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más
allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era
posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al
Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como
siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería
aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni
siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de
hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin
lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con
Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la
carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las
cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no
había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa,
decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a
veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de
acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa
brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro
tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero
amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que
eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero
Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad
de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque
lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla
reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del
benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de
que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo
que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente
a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco
se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando
al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no
hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa
de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el
estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió
escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no
se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El
doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de
examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días
se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las
noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros
radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada
seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y
habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con
afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas
con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada
momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando
mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin
avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos
andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya
sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos
con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del
dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar
hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le
costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la
primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su
silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado
Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los
refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los
ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia...
Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla
al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada
que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las
manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas –decía
siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela
lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una
carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si
el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del
ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los
alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin
faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para
la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y
besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un
sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el
jarrón de la cómoda.
Nada era fácil, porque en esa época la presión
de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna
influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos,
una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones
y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas
todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y
se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como
si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía
un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que
pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado
con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que continuar
indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia. El único problema
eran las visitas de María Laura porque mamá insistía naturalmente en hablar de
Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si ese
loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba
más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá,
quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos
apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué
todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si
fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír
y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les
gustaba estar con ella cuando venía.
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo
mamá–. El bandido de mi hijo no se la merece, creéme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te
cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de
que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la
trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió
sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un
bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto
–dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien que en mi tiempo no se usaban
esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre,
ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio
que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo,
Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se
ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera
de decir, no tiene nada que ver con el respeto.
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los
anteojos y mirando las molduras del cielo raso–. Ya van cinco o seis cartas de
Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, Pero es un secreto entre los dos. Es
raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto
escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice...?
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre
mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos
se encogió de hombros cuando le preguntamos.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es
falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomes
tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una
carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque
estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá
insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a
Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba
más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó
Rosa como al descuido–. Sería una lástima que se malquiste con la empresa
justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído.
Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque
sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no
porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de
palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le
escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel
después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera
grabársela en la memoria. “Pobre Alejandro”, pensó Rosa, y después se santiguó
bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa
noche se quedaron solos para su partida de dominó–, yo creo que esto se va a
poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
–––Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro
conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La pobre está
tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo
que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta
evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el
primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le
pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una
semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había
pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el
primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a
decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro,
insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la
tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia
desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas
gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse
a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la
ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco
por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío Roque–.
Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás
bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que
María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar
por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó
mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el
tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El
viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya
Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo
pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó
de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo
bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando
Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la
lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una
frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a
Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá, había
tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta.
Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana: parecía
haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del
mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no
afligirla. Al principio, se habían equivocado y le habían puesto un yeso que
hubo que cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a
caminar. En total tenía para unos dos meses aunque lo malo era que su trabajo
se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la
impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en cuando
miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa
tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y
cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya
ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se
apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las
explicaciones sobre la fractura de Alejandro y hasta le dijo que le recomendara
unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del
caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase,
preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le
aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa
misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó
mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte
una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo María
Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a
entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado
absurda la fantasía de María Laura. Pero Clelia resumió el sentimiento de todos
cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le
tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan
histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa
empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que
estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando
llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses
de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus
servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato
por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra
fábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un
muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente
–explicó mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo Roque, preguntándose de
pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura–. La verdad es que te
han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
––Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le
hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos,
tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le
ofrecen... En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar
con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no te va
a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–.
Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que
debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor tener un
texto completo para evitar contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su
parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le
presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para
venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y
preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera
telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían
haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria.
Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y
salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y
Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los
baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no
estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas
recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que
contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esa época cuando tío Roque empezó a
leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito
en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección de la
lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el
momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún
comentario sobre los problemas que eso podría traerle a Alejandro y a los demás
argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir
aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de
Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el
muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres
arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún
faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le
preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan
grave como decían los diarios.
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan
muy bien –dijo el médico–. Esperemos que el buen sentido de los estadistas...
Mamá lo miraba como sorprendida de que le
hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación.
Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró
satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa
pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran
a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias
del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia
estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la
noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado
después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó
decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro;
al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con
tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una
temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un
compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el
tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer
despedirse de mamá para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos
autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo maná
a Pepa por la tarde–. Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va a
reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que
Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al
doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no
volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de
tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para
acompañarla).
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo
mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a
dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron
ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará
quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a
volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que
tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil, de manera
que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya
tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por
qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar
sol a la quinta?
––¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo
que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para
disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de
telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en
nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer
preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta
(tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las
ocho llamaron a la quinta desde el teléfono de la sala, para que mamá pudiera
escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena
noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera
el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por
inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y
a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que
escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de
Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si
Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile
que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo
de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada
escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la
carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía
Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que aprovechara el
buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó
todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de
Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a
ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta
de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se
miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan
acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras
se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba una vez más con la
servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada
vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–.
Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y
para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que
convendría hablar con María Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que
viniera después de sus exámenes y la diera a tu madre la noticia de que
Alejandro no va a poder viajar.
–¿Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no
pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
–No se trata de la temperatura de mi sangre
–dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María
Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá
aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo
junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a
mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse
unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–.
En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me
dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mira vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios
del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de
la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de todos los
técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido
hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el
conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue
adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas.
María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a
Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le
habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más
remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo
dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de
aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser
que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el
teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si
había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo
parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que
tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del
conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero
llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de
ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado
que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta
de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la
cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, en la que no había
ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa
telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era simple y cotidiano
como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios
de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su
visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban
Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron
las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo
que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá
se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder
fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron todos conmigo –dijo mamá
con ternura–. Todo ese trabajo que se tomaron para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le
acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo
buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían
lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó
la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo
en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de
la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les
daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero
Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a
poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última
carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía
Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y
cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta
de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a
Alejandro la noticia de la muerte de mamá.
REUNIÓN
Recordé un viejo cuento de Jack London,
donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con
dignidad su vida.
Ernesto “Che” Guevara, en La sierra y el llano, La Habana, 1961.
Nada podía andar peor, pero al menos ya no
estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta
mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando
podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se
llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordarnos de nuestros nombres hasta que
llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que
abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco
ni tragos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una
tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y
ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del
demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar como si fueran a
partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le
sacó las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de
Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso un
expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza.
En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque
fuera lo que nos esperaba en tierra –pero sabíamos que nos estaba esperando y
por eso no importaba tanto–, el tiempo que se compone justamente en el peor
momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la
ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de
los sucios pastizales, de los mangles, y yo como un idiota con mi pulverizador
de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el
Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque
a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que
en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo
fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado
y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de
alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando
los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna
vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados
en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su
Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo
medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían
ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo
fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las
lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaba más que la meta final,
llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el
resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los
pantanos. Pero seamos justos: algo se cumplía sincronizadamente, el ataque de
los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado: no falló. Y por eso,
aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de
entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y
Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la
nariz casi al borde del agua, tragando más barro que otra cosa), porque si los
aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, a
lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás
de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras
colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el
aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de
noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno
casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de
Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan
perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa
jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más
probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una
operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego.
El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos a la espera de
que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas
y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales
en el bolsillo, me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del
epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto
recitándole al oído unos versos del viejo Pancho que le parecían abominables.
“Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O
fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se
perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos,
mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis,
el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su
confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las
llagas en los pies. Sé que dormí un rato mientras Roberto velaba, pero antes
estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado
insensato para admitir así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a
Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que
quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el
escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la
posibilidad de perder a Luis. Creo que también pensé que si triunfábamos, que
si conseguíamos reunirnos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego
en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y
peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol,
rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la
quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su
hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la
aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo
también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a
ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y
sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una
alucinación de la duermevela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si
realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la
Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis,
nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diádocos”, pensé ya
entredormido, “pero todo se fue al diablo con los diádocos, es sabido”.
Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan
pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en
presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol
que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese
día franqueamos la carretera a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que
esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos,
habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de
comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso
como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que
pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que
andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco
pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a
cielo, a comida en el “Ritz” si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que
se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de
nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da
un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir,
Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros, yo me he ido
un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y
los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que
dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por
debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha sido no
tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado
por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano
perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera
rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace
(hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos
trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada,
imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y
concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran
condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que
venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para
engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo
contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López... Inútil
quemarse la sangre, no hay elementos pan la menor hipótesis, y además es rara
esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si
todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de
conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a
liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena
aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las
ramas del árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con
ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se
encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una
bocanada de aire hirviendo pasa por
encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está
lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y
su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol,
y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado
desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación
del halalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia
salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la
memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del
árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra
vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la
melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza,
remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el
segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus
hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla
terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda si quiere, repetir la
melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo
aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera
hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la
justifique y en último término la lleve a una victoria que sea como la
restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza,
que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo
que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con
Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón
primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes
razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico
de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto
que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los
árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría
Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes
alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde
todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de
ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de
alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros.
Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo, sino ser como él, dejar atrás
inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con
una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero
esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza
por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las
tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres
en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.
Pero otra que adagio, si con la primera luz se
nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el
noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones
mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí
les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a
Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir
hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y
equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por
el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día,
y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban
para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban
en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el fuego y
pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba
en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros,
pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los
últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio
una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí
nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos
horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una
cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular
una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco,
peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría
llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el
Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había
oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser
Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable
convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y
quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría
la pena intentar un enlace al caer la noche.
–Si vos me preguntás eso es porque te estás
ofreciendo para ir –le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas
secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros
dos compañeros montaban guardia afuera.
–Te figuras –dijo el Teniente, mirándome
divertido–. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así
seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando
el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito
asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta
que Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida.
El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por
eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su
hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza,
formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear
un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al
salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos
habían trepado al monte que conocían como nadie, y con ellos dos hombres del
grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de
parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a
organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de
Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había
muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos
nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya
novedades. Era como una especie de locura fría que por un lado reforzaba al
presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el
futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un
gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi
cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la
muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan
de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de
Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer
otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no
hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue
otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de
su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No,
no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta
mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de
agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y
boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este,
un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos,
mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el
primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre
se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo,
yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y
curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de
esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de
kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la
diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su
consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo.
No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido
tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los
libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me
era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcaban
todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi
periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de
guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría
pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse
la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina),
una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones
y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la
boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en
absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una
mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia
fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre
iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese
mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas
embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares
numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos,
de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de
nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un
idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor
de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la
riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien
puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués
de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las
amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba
las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por
el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos
dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente
a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el
norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado
a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían
sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como
idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza
y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único
que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a
mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos
clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos
arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de
nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y
tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies
destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome
con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la
boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que
era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba
zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo
intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para
regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo,
vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has
puesto vendas, vaya lujo...”. Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de
arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos
centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto, te quedás sin
saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas
se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores
que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien
atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de
Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos
momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo
que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse
detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y
sobre todo me acuerdo de ese que se puso a gritar que había que rendirse, y de
la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un
bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta
que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces, me avisó
que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la
izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los
serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y
saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de
la ceiba donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con
un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho
degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé por qué,
pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus
perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y
“cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los
árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del
terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de
ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el
cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por
las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo
calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito
donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto,
tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el
mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía
imitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una
muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se empinó y se
puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había
elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni un gamo. “Vamos a estar
como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me
miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él
le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando
llegamos al último centinela y pasamos uno tras otro, dándonos a conocer y
respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles
donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de
interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás,
dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé
que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el
suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué
y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
–Mira que usar esos anteojos –dijo Luis.
–Y vos esos espejuelos –le contesté, y nos
doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el
demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la
vida.
–Así que llegaste, che –dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
––¿Qué tú crees? –le contesté, igualmente mal.
Y volvimos a doblarnos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué.
Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces
nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás
de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento
estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el
manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con
su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la
noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando
los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos
había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo
que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil
al despacho con teléfonos, de la Sierra a la ciudad, y yo me acordé de los
cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella
noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía
que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de
pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos.
Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los
huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del
árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el
dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a
una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo el tanto de
las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las
provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi
deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi
fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era
una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera
podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que
no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado
en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla
con Marte o con Mercurio.
La señorita Cora
We’ll send your love to college, all for
a year or two.
And then perhaps in time the boy will do
for you.
(Canción
folklórica inglesa)
No entiendo por qué no me dejan pasar la noche
en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi
nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo
acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como
si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su
padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura
de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y
nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos
quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho
cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le
dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa
de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o
si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si
estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta
de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una
chiquilina de porquería, que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí,
no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía
dónde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro
que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el
ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene
tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre
se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero
mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De
Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la
frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a
mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá
cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va
a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando
mamá le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos
a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta
cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos
el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también
pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la
mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
La enfermera es bastante simpática, volvió a
las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo,
la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado
mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se
dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le
había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes
o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche
estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo
más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me
preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me
tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira
porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”,
dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de
caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me
daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que
no tenía que comer caramelos, pero llevárselos... Seguro que estaba furiosa por
lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; qué sé yo, después que
se fue se me paso de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no
podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse
recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le
voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un
nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me
trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella
me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza
dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad
porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y
arrugada como un mono pero amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme
pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en
estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y
entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo tan bien,
yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero
los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta
aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De
Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está
grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para
verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a
abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida salió el doctor De
Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba
muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una
apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me
había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo
decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención
necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo
sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin
del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme
un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis
días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y
no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o
más allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se
fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche. La enfermera de
la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita
cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas
verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir
porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el
colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y
bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de
las cuatro y medía y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor
De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten
cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele
mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo
como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que
casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y
escondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a
subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabés
poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo
que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo
bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera
el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los
chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas
cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada
si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de
las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco,
se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es
más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies
de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con
papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la
señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese
tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas
pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero al viejo le conozco las
miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que
le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que
ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo,
y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la
señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me
estuve quejando de ella o algo así.
Volvió a eso de las seis y media con una
mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por qué de golpe
me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que
había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y
también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin
la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al
nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos
a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que
se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un
gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía
gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin
mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en
un gallo. “Sí, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a
desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el
pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya
sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la
verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le
pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llaman Pablo”, me contestó con una voz que
me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”,
insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar
mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no
tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y
le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo
cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para
consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez
que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía
fastidiando algo en el que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que
su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan
bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la
primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos cerrados, era la única
manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente
en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene
solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y
ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara
porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de
almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de ésos, y
no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se
llama Cora, verdad?”. Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían
y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora”. Lo dijo para
castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”,
nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no
lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a
decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo”. No era
eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio
cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de
mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado
poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando
se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de
llorar, ésa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y
veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo
que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento
como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que
estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió
fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de
aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y
con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se
calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije.
“Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás
como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las
frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?”. Soy
demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse
por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me
resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de
siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De
Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo
tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar
de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómo pude
decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera”. Se hizo
la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de
leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada
para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado
decirle, tenía la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido las
palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero
de otra manera.
Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia,
les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse
de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a
divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía
más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que
me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor
respirando hondo antes de hablar, qué sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy
seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando
le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque
es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la
cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de
Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder
dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es
raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de
todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para
una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que
acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo
y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara
en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el
dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos
hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan
colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota
realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro
lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco
años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y
a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había
quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio
vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada
mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas
y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y
deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate
más de boca, te digo que te echés más de boca, así.” Tan callado que era casi
como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi
joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente
como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está muy
caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y
yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a
que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta
el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de
antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba
que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz
o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo
alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta
al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer,
a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie
puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba
un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y
gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me
había hecho.
Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y
abre, y en una de ésas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene
todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy hablar claro al padre, no
sea cosa que en una de ésas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una
buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo
de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos
horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando
entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de
vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y
me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los
padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada
a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo.
Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy
aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano
como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es
monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no,
dejá las manos tranquilas, ahí no te podés tocar. Al pobre le cuesta salir de
la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro,
habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la
vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m’hijito, estoy aquí,
quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios
con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Sí,
querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué fuerza tenés en las
manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá,
Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy
tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas
pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías
colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame
que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa
tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m’hijito,
ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy
a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si
no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah,
parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto
aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo
más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha dormido el pobre querido,
la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un
rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta
sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La
enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar
antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha
dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor
cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse
el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si
yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el
primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona,
por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que
te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las
conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan
todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando,
ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que
el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo
dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial.
Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses
cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche
para besarnos, tonto. Andate. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí,
querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni
ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así respirando
despacio, sin esas náuseas.. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a
mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba
a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un
poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra
frazada. Pero si estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la
ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que
decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que
esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve
soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad?
Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas...
Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé,
a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no
tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita
Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar
mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde,
apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por
momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un
tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla,
está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me
moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo
precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la
confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber
reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto,
ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba
las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo
mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me
dijo: “Cierre los ojos y duérmase”. Me gusta que me mire así, parece mentira lo
del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan
linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella
la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera
otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que con una sonrisa me pidiera
perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido un buen rato, a las ocho
calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la
temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el
termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera
quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se
puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso,
claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle:
“Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, ¿verdad?”.
Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome
la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la
inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía
tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar,
decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo
podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es
para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía
la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo
con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle,
no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me
dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada.
Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo
cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me
pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se
fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres,
lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se
hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso y se
acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato antes de que
aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una
cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha
encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con
la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un
poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando
mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la
inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le
queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando,
y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y
sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial.
Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las
cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy
una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo
dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tontos, tan orgullosos,
si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el
segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de
cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del
tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno está en
lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a
todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de
técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por
culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo
como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al
principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el
grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo
preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la
noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir
que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para
que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre
cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de llorar o de
insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa
buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el
nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de
siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto
voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es
idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le
subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la clase de francés cuando
encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será
porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de
mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se
sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo
antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a
poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler.
“No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora”. Y no le
voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que
pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no
me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero
todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no
la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el
día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer,
tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las
ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a
alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a
lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere
salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese,
señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a
ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te
duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco
minutos, si me duele aquí, si estoy sensible mas acá, y el viejo mirándome la
barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento
tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a
hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y
menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara
de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del
cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días
seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando
me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más,
señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo
previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese
chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a
ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso
usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no
es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo
que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más
comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él
todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima.
No me mirés así.
Nadie me prohibió que leyera pero se me caen
las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo
que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace
mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana
o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que
ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin
saber que está allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor
y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas
vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba
de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este
remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un
poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó,
sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez
me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés
trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y
ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras
yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al
termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me
dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el
mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde
tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros
cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra
mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le
sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado
los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco
para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve y nueve era mucha
fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora
podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de
fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora”. No
atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró
con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y
quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo
debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera
reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera
conocido en otra parte”. Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan
ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me
pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como
desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo
debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago mejor), y me
enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé
el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo
era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia
se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más
contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo
cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de
pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé
para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero
seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas,
era como si me hubieran metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas
cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y
hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente
como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin
hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el
velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces,
cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que
aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz,
para que no se fuera.
Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y
siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un
palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a
la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de
hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que
el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las
primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde
hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa
oyendo ladrar a Milord, oyendo a la tía Esther que a esta hora se
levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí
hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma
mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán,
quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora,
prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué.
Pero entonces, Marcial... Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que
sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando
discretamente con el doctor Suárez, y parece que el pibe...
Por suerte después se callan, a lo mejor se
van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana
interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más
seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o
cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo
tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar
una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la
fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió
esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el
tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las
cinco, al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima
porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la
medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de
la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto,
es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias”, sin abrir
los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo
charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me
di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había
estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el
pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba
el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario
para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la
ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y medía en punto, todavía
le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque
le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un
rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier
cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó
de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se
quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se
acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la
conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba
en ese cuarto, y él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me
sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él,
yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no.
Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la
anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta
fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto
desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no
ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con
él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se
enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir,
durmiendo no me duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este
asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama,
che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro
de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas,
nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se
acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez
que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso
tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está
bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la
samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí
pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches.
Empezó a despertarse a las ocho y media, los padres se fueron en seguida porque
era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el
doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa,
pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un
rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y
casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho
hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como
todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame
la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya
era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra
vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la
culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté
junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse
agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame
Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan
buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba,
siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le
pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para
vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la
cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a
besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude
contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que
vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”,
me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco
el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy
lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me
volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”,
le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me
agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la
anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él.
Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no
quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no
quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad
de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta
que el cuarto quedara otra vez libre.
LA ISLA A MEDIODÍA
La primera vez que vio la isla, Marini estaba
cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de
plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado
varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se
demoraba ajustando la mesa preguntándose aburridamente si valdría la pena
responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas,
cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja
dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada.
Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la
pasajera. “Las islas griegas”, dijo. “Oh, yes, Greece”, repuso la
americana con un falso interés.
Sonaba brevemente un timbre y el steward se
enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos.
Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la
cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la
isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que
exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería
espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas
desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a
pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de
la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas.
Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la
ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su
reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a
la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas
del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer
Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la
cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el
borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó
sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma
inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró
hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era
un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos
cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el
atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El
radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. “Todas
esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco.
Sí, muéstremela la próxima vez.” No era Horos sino Xiros, una de las muchas
islas al margen de los circuitos turísticos. “No durará ni cinco años”, le dijo
la stewardess mientras bebían una
copa en Roma. “Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier
momento, Gengis Cook vela.” Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola
cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de
hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a
mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba
a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente;
salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de
mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al
borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas
los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le
propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que
era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el
bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros
más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose
como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y
dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba
Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de
Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia
o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras
talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño
muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran
el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco
para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de
viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá
se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo
sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras
la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las
vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White
en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de
sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde
había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre
Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra
kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó
con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta
inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania,
había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la
línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la
ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo
la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess
a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana.
Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un
rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del
Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada
una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta
el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las
ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini
prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía
quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa)
se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros
pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las
raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo
llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que
había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el
resto no le alanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo
saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso.
Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los
sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa
era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella
se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla
de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre
tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más
pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje
anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las
redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un
empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para
repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya
que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la
cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán,
casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil
y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del
vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora
de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como
un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso
azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la
arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del
mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. “Kalimera”, pensó
absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el
dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros.
Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha
verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría
pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil
una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio,
la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la
noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el
amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo
presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano
izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y
Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su
inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante
pagaría alojamiento Klaios.
Los muchachos rieron cuando Klaios discutió
dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol
sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un
jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y
después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño
y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol
cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco
ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al
promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo
aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía
y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La
piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde
una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes
insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas,
lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para
el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna
manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano,
a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en
un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giro sobre sí mismo para nadar
hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas
donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un
saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo
esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho
vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo
hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya
tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar
las cosas. “Kalimera”, dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en
dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a
Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que
ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar
unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya
lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos.
Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina.
La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra
vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban
animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó
a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia
era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su
reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y
lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre
viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio sintió que la empresa
era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que
pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras
calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el
cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el
avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más
iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa
con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su
reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también
estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de
luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento
vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose
inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical
sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y
desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la
caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible
franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La
cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó
impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar;
pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón
oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya
no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante,
el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por
el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que
Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo
trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y
tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya
instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir
la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un
poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su
pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones
algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y
más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la
orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. “Ciérrale los ojos”, pidió
llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro
sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos
abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
INSTRUCCIONES PARA JOHN HOWELL
Pensándolo después –en la calle, en un tren,
cruzando campos– todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más
que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso. A Rice, que se
aburría en un Londres otoñal de fin de semana y que había entrado al Aldwych
sin mirar demasiado el programa, el primer acto de la pieza le pareció sobre
todo mediocre; el absurdo empezó en el intervalo cuando el hombre de gris se
acercó a su butaca y lo invitó cortésmente, con una voz casi inaudible, a que
lo acompañara entre bastidores. Sin demasiada sorpresa pensó que la dirección
del teatro debía estar haciendo una encuesta, alguna vaga investigación con
fines publicitarios. “Si se trata de una opinión”, dijo Rice, “el primer acto
me parece flojo, y la iluminación, por ejemplo...”. El hombre de gris asintió
amablemente pero su mano seguía indicando una salida lateral, y Rice entendió
que debía levantarse y acompañarlo sin hacerse rogar. “Hubiera preferido una
taza de té”, pensó mientras bajaba unos peldaños que daban a un pasillo lateral
y se dejaba conducir entre distraído y molesto. Casi de golpe se encontró
frente a un bastidor que representaba una biblioteca burguesa; dos hombres que
parecían aburrirse lo saludaron como si su visita hubiera estado prevista e
incluso descontada. “Desde luego usted se presta admirablemente”, dijo el más
alto de los dos. El otro hombre inclinó la cabeza, con un aire de mudo. “No
tenemos mucho tiempo”, dijo el hombre alto, “pero trataré de explicarle su
papel en dos palabras”. Hablaba mecánicamente, casi como si prescindiera de la
presencia real de Rice y se limitara a cumplir una monótona consigna. “No
entiendo”, dijo Rice dando un paso atrás. “Casi es mejor”, dijo el hombre alto.
“En estos casos el análisis es más bien una desventaja; verá que apenas se
acostumbre a los reflectores empezará a divertirse. Usted ya conoce el primer
acto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta. Es a partir de ahora que la pieza
puede ponerse mejor. Depende, claro.” “Ojalá mejore”, dijo Rice que creía haber
entendido mal, “pero en todo caso ya es tiempo de que me vuelva a la sala”.
Como había dado otro paso atrás no lo sorprendió demasiado la blanda
resistencia del hombre de gris, que murmuraba una excusa sin apartarse.
“Parecería que no nos entendemos”, dijo el hombre alto, “y es una lástima
porque faltan apenas cuatro minutos para el segundo acto. Le ruego que me
escuche atentamente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha visto que Eva
engaña a Howell con Michael, y que probablemente Howell se ha dado cuenta
aunque prefiere callar por razones que no están todavía claras. No se mueva por
favor, es simplemente una peluca”. Pero la admonición parecía casi inútil
porque el hombre de gris y el hombre mudo lo habían tomado de los brazos, y una
muchacha alta y flaca que había aparecido bruscamente le estaba calzando algo
tibio en la cabeza. “Ustedes no querrán que yo me ponga a gritar y arme un
escándalo en el teatro”, dijo Rice tratando de dominar el temblor de su voz. El
hombre alto se encogió de hombros. “Usted no haría eso”, dijo cansadamente.
“Sería tan poco elegante... No, estoy seguro de que no haría eso. Además la
peluca le queda perfectamente, usted tiene tipo de pelirrojo.” Sabiendo que no
debía decir eso, Rice dijo: “Pero yo no soy un actor”. Todos, hasta la
muchacha, sonrieron alentándolo. “Precisamente”, dijo el hombre alto. “Usted se
da muy bien cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, usted es Howell.
Cuando salga a escena, Eva estará en el salón escribiendo una carta a Michael.
Usted fingirá no darse cuenta de que ella esconde el papel y disimula su
turbación. A partir de ese momento haga lo que quiera. Los anteojos, Ruth.”
“¿Lo que quiera?”, dijo Rice, tratando sordamente de liberar sus brazos,
mientras Ruth le ajustaba unos anteojos con montura de carey. “Sí, de eso se
trata”, dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvo como una sospecha de
que estaba harto de repetir las mismas cosas cada noche. Se oía la campanilla
llamando al público, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos de los
tramoyistas en el escenario, unos cambios de luces; Ruth había desaparecido de
golpe. Lo invadió una indignación más amarga que violenta, que de alguna manera
parecía fuera de lugar. “Esto es una farsa estúpida”, dijo tratando de zafarse,
“y les prevengo que...”. “Lo lamento”, murmuró el hombre alto. “Francamente
hubiera pensado otra cosa de usted. Pero ya que lo toma así...” No era exactamente
una amenaza, aunque los tres hombres lo rodeaban de una manera que exigía la
obediencia o la lucha abierta: a Rice le pareció que una cosa hubiera sido tan
absurda o quizá tan falsa como la otra. “Howell entra ahora”, dijo el hombre
alto, mostrando el estrecho pasaje entre los bastidores. “Una vez allí haga lo
que quiera, pero nosotros lamentaríamos que...” Lo decía amablemente, sin
turbar el repentino silencio de la sala; el telón se alzó con un frotar de
terciopelo, y los envolvió una ráfaga de aire tibio. “Yo que usted lo pensaría,
sin embargo”, agregó cansadamente el hombre alto. “Vaya, ahora.” Empujándole
sin empujarlo, los tres lo acompañaron hasta la mitad de los bastidores. Una
luz violeta encegueció a Rice; delante había una extensión que le pareció
infinita, y a la izquierda adivinó la gran caverna, algo como una gigantesca
respiración contenida, eso que después de todo era el verdadero mundo donde
poco a poco empezaban a recortarse pecheras blancas y quizá sombreros o altos
peinados. Dio un paso o dos, sintiendo que las piernas no le respondían y
estaba a punto de volverse y retroceder a la carrera cuando Eva, levantándose
precipitadamente, se adelantó y le tendió una mano que parecía flotar en la luz
violeta al término de un brazo muy blanco y largo. La mano estaba helada, y
Rice tuvo la impresión de que se crispaba un poco en la suya. Dejándose llevar
hasta el centro de la escena, escuchó confusamente las explicaciones de Eva
sobre su dolor de cabeza, la preferencia por la penumbra y la tranquilidad de
la biblioteca, esperando que callara para adelantarse al proscenio y decir, en
dos palabras, que los estaban estafando. Pero Eva parecía esperar que él se
sentara en el sofá de gusto tan dudoso como el argumento de la pieza y los
decorados, y Rice comprendió que era imposible, casi grotesco, seguir de pie
mientras ella, tendiéndole otra vez la mano, reiteraba la invitación con
sonrisa cansada. Desde el sofá distinguió mejor las primeras filas de platea,
apenas separadas de la escena por la luz que había ido virando del violeta a un
naranja amarillento, pero curiosamente a Rice le fue más fácil volverse hacia
Eva y sostener su mirada que de alguna manera lo ligaba todavía a esa
insensatez, aplazando un instante más la única decisión posible a menos de
acatar la locura y entregarse al simulacro. “Las tardes de este otoño son
interminables”, había dicho Eva buscando una caja de metal blanco perdida entre
los libros y los papeles de la mesita baja, y ofreciéndole un cigarrillo.
Mecánicamente Rice sacó su encendedor, sintiéndose cada vez más ridículo con la
peluca y los anteojos; pero el menudo ritual de encender los cigarrillos y
aspirar las primeras bocanadas era como una tregua, le permitía sentarse más
cómodamente, aflojando la insoportable tensión del cuerpo que se sabía mirado
por frías constelaciones invisibles. Oía sus respuestas a las frases de Eva,
las palabras parecían suscitarse unas a otras con un mínimo esfuerzo, sin que
se estuviera hablando de nada en concreto; un diálogo de castillo de naipes en
el que Eva iba poniendo los muros del frágil edificio, y Rice sin esfuerzo
intercalaba sus propias cartas y el castillo se alzaba bajo la luz anaranjada
hasta que al terminar una prolija explicación que incluía el nombre de Michael
(“Ya ha visto que Eva engaña a Howell con Michael”) y otros nombres y otros
lugares, un té al que había asistido la madre de Michael (¿o era la madre de
Eva?) y una justificación ansiosa y casi al borde de las lágrimas, con un
movimiento de ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia Rice como si quisiera
abrazarlo o esperar a que él la tomase en los bozos, y exactamente después de
la última palabra dicha con una voz clarísima, junto a la oreja de Rice
murmuró: “No dejes que me maten”, y sin transición volvió a su voz profesional
para quejarse de la soledad y del abandono. Golpeaban en la puerta del fondo y
Eva se mordió los labios como si hubiera querido agregar algo más (pero eso se
le ocurrió a Rice, demasiado confundido para reaccionar a tiempo), y se puso de
pie para dar la bienvenida a Michael que llegaba con la fatua sonrisa que ya
había enarbolado insoportablemente en el primer acto. Una dama vestida de rojo,
un anciano; de pronto la escena se poblaba de gente que cambiaba saludos,
flores y noticias. Rice estrechó las manos que le tendían y volvió a sentarse
lo antes posible en el sofá, escudándose tras de otro cigarrillo; ahora la
acción parecía prescindir de él y el público recibía con murmullos satisfechos
una serie de brillantes juegos de palabras de Michael y de los actores de
carácter, mientras Eva se ocupaba del té y daba instrucciones al criado. Quizá
fuera el momento de acercarse a la boca del escenario, dejar caer el cigarrillo
y aplastarlo con el pie, a tiempo para anunciar: “Respetable público...”. Pero
acaso fuera más elegante (No dejes que me maten) esperar la caída del
telón y entonces, adelantándose rápidamente, revelar la superchería. En todo
eso había como un lado ceremonial que no era penoso acatar; a la espera de su
hora, Rice entró en el diálogo que le proponía el anciano caballero, aceptó la
taza de té que Eva le ofrecía sin mirarlo de frente, como si se supiese
observada por Michael y la dama de rojo. Todo estaba en resistir, en hacer
frente a un tiempo interminablemente tenso, ser más fuerte que la torpe
coalición que pretendía convertirlo en un pelele. Ya le resultaba fácil
advertir cómo las frases que le dirigían (a veces Michael, a veces la dama de
rojo, casi nunca Eva, ahora) llevaban implícita la respuesta; que el pelele
contestara lo previsible, la pieza podía continuar. Rice pensó que de haber
tenido un poco más de tiempo para dominar la situación, hubiera sido divertido
contestar a contrapelo y poner en dificultades a los actores; pero no se lo
consentirían, su falsa libertad de acción no permitía más que la rebelión
desaforada, el escándalo. No dejes que me maten, había dicho Eva; de
alguna manera, tan absurda como todo el resto, Rice seguía sintiendo que era
mejor esperar. El telón cayó sobre una réplica sentenciosa y amarga de la dama
de rojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras que súbitamente
bajaran un peldaño invisible: disminuidos, indiferentes (Michael se encogía de
hombros, dando la espalda y yéndose por el foro), abandonaban la escena sin
mirarse entre ellos, pero Rice notó que Eva giraba la cabeza hacia él mientras
la dama de rojo y el anciano se la llevaban amablemente del brazo hacia los
bastidores de la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vaga esperanza de camarín
y conversación privada. “Magnífico”, dijo el hombre alto, palmeándole el
hombro. “Muy bien, realmente lo ha hecho usted muy bien.” Señalaba hacia el
telón que dejaba pasar los últimos aplausos. “Les ha gustado de veras. Vamos a
tomar un trago.” Los otros dos hombres estaban algo más lejos, sonriendo
amablemente, y Rice desistió de seguir a Eva. El hombre alto abrió una puerta
al final del primer pasillo y entraron en una sala pequeña donde había sillones
desvencijados, un armario, una botella de whisky ya empezada y hermosísimos
vasos de cristal tallado. “Lo ha hecho usted muy bien”, insistió el hombre alto
mientras se sentaban en torno a Rice. “Con un poco de hielo, ¿verdad? Desde
luego, cualquiera tendría la garganta seca.” El hombre de gris se adelantó a la
negativa de Rice y le alcanzó un vaso casi lleno. “El tercer acto es más
difícil pero a la vez más entretenido para Howell”, dijo el hombre alto. “Ya ha
visto cómo se van descubriendo los juegos.” Empezó a explicar la trama,
ágilmente y sin vacilar. “En cierto modo usted ha complicado las cosas”, dijo.
“Nunca me imaginé que procedería tan pasivamente con su mujer; yo hubiera
reaccionado de otra manera.” “¿Cómo?”, preguntó secamente Rice. “Ah, querido
amigo, no es justo preguntar eso. Mi opinión podría alterar sus propias
decisiones, puesto que usted ha de tener ya un plan preconcebido. ¿o no?” Como
Rice callaba, agregó: “Si le digo eso es precisamente porque no se trata de
tener planes preconcebidos. Estamos todos demasiado satisfechos para
arriesgarnos a malograr el resto”. Rice bebió un largo trago de whisky. “Sin
embargo, en el segundo acto usted me dijo que podía hacer lo que quisiera”,
observó. El hombre de gris se echó a reír, pero el hombre alto lo miró y el
otro hizo un rápido gesto de excusa. “Hay un margen para la aventura o el azar,
como usted quiera”, dijo el hombre alto. “A partir de ahora le ruego que se
atenga a lo que voy a indicarle, se entiende que dentro de la máxima libertad
en los detalles.” Abriendo la mano derecha con la palma hacia arriba, la miró
fijamente mientras el índice de la otra mano iba a apoyarse en ella una y otra
vez. Entre dos tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Rice escuchó las
instrucciones para John Howell. Sostenido por el alcohol y por algo que era
como un lento volver hacia sí mismo que lo iba llenando de una fría cólera,
descubrió sin esfuerzo el sentido de las instrucciones, la preparación de la
trama que debía hacer crisis en el último acto. “Espero que esté claro”, dijo
el hombre alto, con un movimiento circular del dedo en la palma de la mano.
“Está muy claro”, dijo Rice levantándose, “pero además me gustaría saber si en
el cuarto acto...”. “Evitemos las confusiones, querido amigo”, dijo el hombre
alto. “En el próximo intervalo volveremos sobre el tema, pero ahora le sugiero
que se concentre exclusivamente en el tercer acto. Ah, el traje de calle, por
favor.” Rice sintió que el hombre mudo le desabotonaba la chaqueta; el hombre
de gris había sacado del armario un traje de tweed y unos guantes;
mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo las miradas aprobadoras de los tres.
El hombre alto había abierto la puerta y esperaba; a lo lejos se oía la
campanilla. “Esta maldita peluca me da calor”, pensó Rice acabando el whisky de
un solo trago. Casi en seguida se encontró entre nuevos bastidores, sin
oponerse a la amable presión de una mano en el codo. “Todavía no”, dijo el
hombre alto, más atrás. “Recuerde que hace fresco en el parque. Quizá, si se
subiera el cuello de la chaqueta... Vamos, es su entrada.” Desde un banco al
borde del sendero Michael se adelantó hacia él, saludándolo con una broma. Le
tocaba responder pasivamente y discutir los méritos del otoño en Regent’s Park,
hasta la llegada de Eva y la dama de rojo que estarían dando de comer a los
cisnes. Por primera vez –y a él lo sorprendió casi tanto como a los demás– Rice
cargó el acento en una alusión que el público pareció apreciar y que obligó a
Michael a ponerse a la defensiva, forzándolo a emplear los recursos más
visibles del oficio para encontrar una salida; dándole bruscamente la espalda
mientras encendía un cigarrillo, como si quisiera protegerse del viento, Rice
miró por encima de los anteojos y vio a los tres hombres entre los bastidores,
el brazo del hombre alto que le hacía un gesto conminatorio. Rió entre dientes
(debía estar un poco borracho y además se divertía, el brazo agitándose le
hacía una gracia extraordinaria) antes de volverse y apoyar una mano en el
hombro de Michael. “Se ven cosas regocijantes en los parques”, dijo Rice.
“Realmente no entiendo que se pueda perder el tiempo con cisnes o amantes
cuando se está en un parque londinense.” El público rió más que Michael,
excesivamente interesado por la llegada de Eva y la dama de rojo. Sin vacilar
Rice siguió marchando contra la corriente, violando poco a poco las
instrucciones en una esgrima feroz y
absurda contra los actores habilísimos que se esforzaban por hacerlo volver a
su papel y a veces lo conseguían, pero
él se les escapaba de nuevo para ayudar de alguna manera a Eva, sin
saber bien por qué pero diciéndose (y le daba
risa, y debía ser el whisky) que todo lo que cambiara en ese momento alteraría inevitablemente el último
acto (No dejes que me maten). Y los otros se habían dado cuenta de
su propósito porque bastaba mirar por
sobre los anteojos hacia los bastidores
de la izquierda para ver los gestos
iracundos del hombre alto, fuera y dentro de la escena estaban luchando contra él y Eva, se
interponían para que no pudieran comunicarse, para que ella no alcanzara a decirle nada, y ahora llegaba el caballero
anciano seguido de un lúgubre chofer, había como un momento de calma (Rice
recordaba las instrucciones: una pausa, luego la conversación sobre la compra
de acciones, entonces la frase reveladora de la dama de rojo, y telón), y en
ese intervalo en que obligadamente Michael y la dama de rojo debían apartarse
para que el caballero hablara con Eva y Howell de la maniobra bursátil
(realmente no faltaba nada en esa pieza), el placer de estropear un poco más la
acción llenó a Rice de algo que se parecía a la felicidad. Con un gesto que dejaba
bien claro el profundo desprecio que le inspiraban las especulaciones
arriesgadas, tomó del brazo a Eva, sorteó la maniobra envolvente del enfurecido
y sonriente caballero, y caminó con ella oyendo a sus espaldas un muro de
palabras ingeniosas que no le concernían, exclusivamente inventadas para el
público, y en cambio sí Eva, en cambio un aliento tibio apenas un segundo
contra su mejilla, el leve murmullo de su voz verdadera diciendo: “Quédate
conmigo hasta el final”, quebrado por un movimiento instintivo, el hábito que
la hacía responder a la interpelación de la dama de rojo, arrastrando a Howell
para que recibiera en plena cara las palabras reveladoras. Sin pausa, sin el
mínimo hueco que hubiera necesitado para poder cambiar el rumbo que esas
palabras daban definitivamente a lo que habría de venir más tarde, Rice vio
caer el telón. “Imbécil”, dijo la dama de rojo. “Salga, Flora”, ordenó el
hombre alto, pegado a Rice que sonreía satisfecho. “Imbécil”, repitió la dama
de rojo, tomando del brazo a Eva que había agachado la cabeza y parecía como
ausente. Un empujón mostró el camino a Rice que se sentía perfectamente feliz.
“Imbécil”, dijo a su vez el hombre alto. El tirón en la cabeza fue casi brutal,
pero Rice se quitó él mismo los anteojos y los tendió al hombre alto. “El
whisky no era malo”, dijo. “Si quiere darme las instrucciones para el último
acto...” Otro empellón estuvo a punto de tirarlo al suelo y cuando consiguió
enderezarse, con una ligera náusea, ya estaba andando a tropezones por una
galería mal iluminada; el hombre alto había desaparecido y los otros dos se
estrechaban contra él, obligándolo a avanzar con la mera presión de los
cuerpos. Había una puerta con una lamparilla naranja en lo alto. “Cámbiese”,
dijo el hombre de gris alcanzándole su traje. Casi sin darle tiempo de ponerse
la chaqueta, abrieron la puerta de un puntapié; el empujón lo sacó
trastabillando a la acera, al frío de un callejón que olía a basura. “Hijos de
perra, me voy a pescar una pulmonía”, pensó Rice, metiendo las manos en los
bolsillos. Había luces en el extremo más alejado del callejón desde donde venía
el rumor del tráfico. En la primera esquina (no le habían quitado el dinero ni
los papeles) Rice reconoció la entrada del teatro. Como nada impedía que
asistiera desde su butaca al último acto, entró al calor del foyer, al
humo y las charlas de la gente en el bar; le quedó tiempo para beber otro
whisky, pero se sentía incapaz de pensar en nada. Un poco antes de que se
alzara el telón alcanzó a preguntarse quién haría el papel de Howell en el
último acto, y si algún otro pobre infeliz estaría pasando por amabilidades y
amenazas y anteojos; pero la broma debía terminar cada noche de la misma manera
porque en seguida reconoció al actor del primer acto, que leía una carta en su
estudio y la alcanzaba en silencio a una Eva pálida y vestida de gris. “Es
escandaloso”, comentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquierda.
“¿Cómo se tolera que cambien de actor en mitad de una pieza?” El espectador
suspiró, fatigado. “Ya no se sabe con estos autores jóvenes”, dijo. “Todo es
símbolo, supongo.” Rice se acomodó en la platea saboreando malignamente el
murmullo de los espectadores que no parecían aceptar tan pasivamente como su
vecino los cambios físicos de Howell; y sin embargo la ilusión teatral los
dominó casi en seguida, el actor era excelente y la acción se precipitaba de
una manera que sorprendió incluso a Rice, perdido en una agradable
indiferencia. La carta era de Michael, que anunciaba su partida de Inglaterra;
Eva la leyó y la devolvió en silencio; se sentía que estaba llorando
contenidamente. Quédate conmigo hasta el final, había dicho Eva. No
dejes que me maten, había dicho absurdamente Eva. Desde la seguridad de la
platea era inconcebible que pudiera sucederle algo en ese escenario de
pacotilla; todo había sido una continua estafa, una larga hora de pelucas y de
árboles pintados. Desde luego la infaltable dama de rojo invadía la melancólica
paz del estudio donde el perdón y quizá el amor de Howell se percibían en sus
silencios, en su manera casi distraída de romper la carta y echarla al fuego.
Parecía inevitable que la dama de rojo insinuara que la partida de Michael era
una estratagema, y también que Howell le diera a entender un desprecio que no
impediría una cortés invitación a tomar el té. A Rice lo divirtió vagamente la
llegada del criado con la bandeja; el té parecía uno de los recursos mayores
del comediógrafo, sobre todo ahora que la dama de rojo maniobraba en algún
momento con una botellita de melodrama romántico mientras las luces iban
bajando de una manera por completo inexplicable en el estudio de un abogado
londinense. Hubo una llamada telefónica que Howell atendió con perfecta
compostura (era previsible la caída de las acciones o cualquier otra crisis
necesaria para el desenlace); las tazas pasaron de mano en mano con las
sonrisas pertinentes, el buen tono previo a las catástrofes. A Rice le pareció
casi inconveniente el gesto de Howell en el momento en que Eva acercaba los
labios a la taza, su brusco movimiento y el té derramándose sobre el vestido
gris. Eva estaba inmóvil, casi ridícula; en esa detención instantánea de las
actitudes (Rice se había enderezado sin saber por qué, y alguien chistaba
impaciente a sus espaldas), la exclamación escandalizada de la dama de rojo se
superpuso al leve chasquido, a la mano de Howell que se alzaba para anunciar
algo, a Eva que torcía la cabeza mirando al público como si no quisiera creer y
después se deslizaba de lado hasta quedar casi tendida en el sofá, en una lenta
reanudación del movimiento que Howell pareció recibir y continuar con su brusca
carrera hacia los bastidores de la derecha, su fuga que Rice no vio porque él
corría ya el pasillo central sin que ningún otro espectador se hubiera movido
todavía. Bajando a saltos la escalera, tuvo el tino de entregar su talón en el
guardarropa y recobrar el abrigo; cuando llegaba a la puerta oyó los primeros
rumores del final de la pieza, aplausos y voces en la sala; alguien del teatro
corría escaleras arriba. Huyó hacia Kean Street y al pasar junto al callejón
lateral le pareció ver un bulto que avanzaba pegado a la pared; la puerta por
donde lo habían expulsado estaba entornada, pero Rice no había terminado de
registrar esas imágenes cuando ya corría por la calle iluminada y en vez de
alejarse de la zona del teatro bajaba otra vez por Kingsway, previendo que a
nadie se le ocurriría buscarlo cerca del teatro. Entró en el Strand (se había
subido el cuello del abrigo y andaba rápidamente, con las manos en los
bolsillos) hasta perderse con un alivio que él mismo no se explicaba en la vaga
región de callejuelas internas que nacían en Chancery Lane. Apoyándose contra
una pared (jadeaba un poco y sentía que el sudor le pegaba la camisa a la piel)
encendió un cigarrillo, y por primera vez se preguntó explícitamente, empleando
todas las palabras necesarias, por qué estaba huyendo. Los pasos que se
acercaban se interpusieron entre él y la respuesta que buscaba; mientras corría
pensó que si lograba cruzar el río (ya estaba cerca del puente de Blackfriars)
se sentiría a salvo. Se refugió en un portal, lejos del farol que alumbraba la
salida hacia Watergate. Algo le quemó la boca; se arrancó de un tirón la
colilla que había olvidado, y sintió que le desgarraba los labios. En el
silencio que lo envolvía trató de repetirse las preguntas no contestadas, pero
irónicamente se le interponía la idea de que sólo estaría a salvo si alcanzaba
a cruzar el río. Era ilógico, los pasos también podrían seguirlo por el puente,
por cualquier callejuela de la otra orilla; y sin embargo eligió el puente,
corrió a favor de un viento que lo ayudó a dejar atrás el río y perderse en un
laberinto que no conocía hasta llegar a una zona mal alumbrada; el tercer alto
de la noche en un profundo y angosto callejón sin salida lo puso por fin frente
a la única pregunta importante, y Rice comprendió que era incapaz de encontrar
la respuesta. No dejes que me maten, había dicho Eva, y él había hecho
lo posible, torpe y miserablemente, pero lo mismo la habían matado, por lo
menos en la pieza la habían matado y él tenía que huir porque no podía ser que
la pieza terminara así, que la taza de té se volcara inofensivamente sobre el
vestido de Eva y sin embargo Eva resbalara hasta quedar tendida en el sofá;
había ocurrido otra cosa sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate
conmigo hasta el final, le había suplicado Eva, pero lo habían echado del
teatro, lo habían apartado de eso que tenía que suceder y que él, estúpidamente
instalado en su platea, había contemplado sin comprender o comprendiéndolo
desde otra región de sí mismo donde había miedo y fuga y ahora, pegajoso como
el sudor que le corría por el vientre, el asco de sí mismo. “Pero yo no tengo
nada que ver”, pensó. “Y no ha ocurrido nada; no es posible que cosas así
ocurran.” Se lo repitió aplicadamente: no podía ser que hubieran venido a
buscarlo, a proponerle esa insensatez, a amenazarlo amablemente; los pasos que
se acercaban tenían que ser los de cualquier vagabundo, unos pasos sin huellas.
El hombre pelirrojo que se detuvo junto a él casi sin mirarlo, y que se quitó
los anteojos con un gesto convulsivo para volver a ponérselos después de
frotarlos contra la solapa de la chaqueta, era sencillamente alguien que se
parecía a Howell y había volcado la taza de té sobre el vestido de Eva. “Tire
esa peluca”, dijo Rice, “lo reconocerán en cualquier parte”. “No es una
peluca”, dijo Howell (se llamaría Smith o Rogers, ya ni recordaba el nombre en
el programa). “Qué tonto soy”, dijo Rice. Era de imaginar que habían tenido
preparada una copia exacta de los cabellos de Howell, así como los anteojos
habían sido una réplica de los de Howell. “Usted hizo lo que pudo”, dijo Rice,
“yo estaba en la platea y lo vi; todo el mundo podrá declarar a su favor”.
Howell temblaba, apoyado en la pared. “No es eso”, dijo. “Qué importa, si lo
mismo se salieron con la suya.” Rice agachó la cabeza; un cansancio invencible
lo agobiaba. “Yo también traté de salvarla”, dijo, “pero no me dejaron seguir”,
Howell lo miró rencorosamente. “Siempre ocurre lo mismo”, dijo hablándose a sí
mismo. “Es típico de los aficionados, creen que pueden hacerlo mejor que los
otros, y al final no sirve de nada.” Se subió el cuello de la chaqueta, metió
las manos en los bolsillos. Rice hubiera querido preguntarle: “¿Por qué ocurre
siempre lo mismo? Y si es así, ¿por qué estamos huyendo?”. El silbato pareció
engolfarse en el callejón, buscándolos. Corrieron largo rato a la par, hasta
detenerse en algún rincón que olía a petróleo, a río estancado. Detrás de una
pila de fardos descansaron un momento; Howell jadeaba como un perro y a Rice se
le acalambraba una pantorrilla. Se la frotó, apoyándose en los fardos,
manteniéndose con dificultad sobre un solo pie. “Pero quizá no sea tan grave”,
murmuró. “Usted dijo que siempre ocurría lo mismo.” Howell le puso una mano en
la boca; se oían alternadamente dos silbatos. “Cada uno por su lado”, dijo
Howell. “Tal vez uno de los dos pueda escapar.” Rice comprendió que tenía razón
pero hubiera querido que Howell le contestara primero. Lo tomó de un brazo, atrayéndolo
con toda su fuerza. “No me deje ir así”, suplicó. “No puedo seguir huyendo
siempre, sin saber.” Sintió el olor alquitranado de los fardos, su mano como
hueca en el aire. Unos pasos corrían alejándose; Rice se agachó, tomando
impulso, y partió en la dirección contraria. A la luz de un farol vio un nombre
cualquier: Rose Alley. Más allá estaba el río, algún puente. No faltaban
puentes ni calles por donde correr.
TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO
Así será algún día su estatua, piensa
irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del
saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo
y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el
procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva
de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo
supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a
soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin
volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel
y monótona. Licas el viñatero y su mujer Urania son los primeros en gritar un
nombre que la muchedumbre recoge y repite. “Te reservaba esta sorpresa”, dice
el procónsul. “Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador.”
Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. “Puesto que
nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos”, agrega el
procónsul, “es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal
del mundo!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra
pobre arena de provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul,
mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe
un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y
persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa
que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la
arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un
rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda.
“¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente
Licas. “Mejor que eso”, dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me
recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse.”
Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en
silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del
segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que
recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas
doradas.
“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un
cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor.
En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta
cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el
teléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el cigarrillo
en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata.
“Soy yo”, dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira
en una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como Roland no
contesta, agrega: “Sonia acaba de irse”.
Su obligación es mirar el palco imperial,
hacer el saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del
procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos
juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que
esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de
palma han dibujado sus curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las
luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado en un camino
solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el
procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en
preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle
la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador
muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los
clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los
rayos del sol contra el velario y las gradas. Una vez, columnas rotas; sueños
sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido
entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas
de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le
dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que
a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y
Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para
hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su
cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado
volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se
han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las
fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta
entonces visible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda
razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el
sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a
suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo
sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el
reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre
ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar
sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar
a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el
procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará
amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y
comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada
movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar
la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del
gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar
que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a
dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo
izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial,
Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera
condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente
el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa
pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no
comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en
otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus
magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el
precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver de
un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el número de Roland, la mano
de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de
pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de
Roland ha dicho: “Hola”, su voz un poco adormilada, y bruscamente Jeanne ha
tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que
exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el
único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente. “Soy yo”,
dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en
el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su
mano que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no
se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números
a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a
creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su
mano, que la voz que acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del
límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver el receptor a su horquilla, quedarse
limpiamente sola. “Sonia acaba de irse”, dice Jeanne, y el límite está
franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.
“Ah”, dice Roland, frotando un fósforo. Jeanne
oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras
aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de
escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene
el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces –el procónsul lo
sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír– ha
aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para
bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un
movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera
de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio
recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está perdido”, piensa
Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la bandeja que le ofrece
Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha
encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que
aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra
ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le
mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los
triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle
con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un
pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la
mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree
ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.
“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras
tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién.
¿Lo oyes?”. “Sí”, dice Jeanne, “se lo oye como desde muy lejos. Trescientos
cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no hay más que
la voz distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando el
teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la previsible, la primera
queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “Sonia acaba de irse”.
Vacila antes de agregar: “Probablemente estará llegando a tu casa”. A Roland le
sorprendería eso, Sonia no tenía por qué ir a su casa. “No mientas”, dice
Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. “No era una mentira”, dice
Roland. “Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que
me molestan las visitas y las llamadas a esta hora.” Ochocientos cinco, dicta
desde lejos la voz. Cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado
los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que
queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en
el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y
más en el sofá, acariciando al gato que ha vuelto a tenderse contra ella,
jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras hasta que también la
otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el
receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta
que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y
todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una
mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: “¿La estación del Norte?”.
Por segunda vez alcanza a zafarse de la red,
pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la
arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con
un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el
escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados
comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora
o nunca”, dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que era”,
repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad,
basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del
error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que
oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”,
dice el procónsul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a
saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre
lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo
paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber
dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una
paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora,
cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red
que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las
desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una
violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un
paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el
olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa
por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el
cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna vez
encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte,
espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa
galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne
ha creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún
momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que
cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella
el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de
marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que
Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas
las letras, saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy
duro”, ha repetido Sonia, “pero detesto el disimulo y prefiero decirte la
verdad”. Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos
ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”, dice Jeanne, “ahora ya
no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un largo silencio. “¿Estás ahí?”,
pregunta Jeanne. “Sí”, dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando
sin apuro el frasco de coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne.
“Por favor”, dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y
además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no
era a ella a quien le tocaba decírtelo. Maldita sea, ¿no va a terminar nunca
con esos números?”. La voz menuda, que hace pensar en un organizado mundo de
hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y
más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jeanne, “entonces, tú...”.
Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha
gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá
dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable,
que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan
orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de
una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar
el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate
bien”, explica Licas a su mujer, “se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre
los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de
la red, Marco se tira hacia adelante y sólo entonces alza el escudo para
protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio.
Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta
del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente
contra el asta. “Te lo había dicho”, grita Licas. El procónsul mira atentamente
el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con
lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y
su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se
lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando
el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final
como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a
una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. “La suerte lo ha
abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento culpable de haberlo
traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se
ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por
favor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono
cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado,
yo quería evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las
palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso
sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de
reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne. “Mintiendo, claro, engañándome
una vez más.” Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta
el bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar”,
dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será que
vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos.”
Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”, dice
Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no
ochocientos vengas ochenta y ocho, “no vengas nunca más, Roland”. El drama, las
probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie José, como
cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas tonta”, aconseja Roland,
“mañana comprenderás mejor, es preferible para los dos”. Jeanne calla, la
hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”,
dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la
puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. “No perdió
tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el bolso y una revista. “Hasta mañana,
Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco,
hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. “¡Basta de
dictar esos números idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de
alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el
arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar
la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la
espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja
la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace
girar todavía como si quisiera prolongar loa alaridos del público que lo incita
a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más
impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es
una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo
que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae
inútilmente sobre el pez que se ahoga.
Acepta indiferente las caricias, incapaz de
sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los
dedos resbalan por su piel y se detienen hincándose en una crispación instantánea,
el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en
la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su
mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de
su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco
tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno
estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en que
el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se
agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espalda de su rival boca
abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado;
Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto
brillante.
“No es frecuente”, dice el procónsul
volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese mérito se maten
mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche
se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio”.
Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento
movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los
riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente
clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad
última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público
indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarla a
levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que
queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece
gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una
caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco,
maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y
soñoliento.
“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia.
“Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland
busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice. “Se supone que esa tarea les toca a
los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una
buena muchacha.” “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose coñac. “Nunca le
he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si
te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma.”
Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y
será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo
mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. “Hiciste
mal”, repite Roland atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia
cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado
cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el
procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de
multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a
la salida y ganar las galerías inferiores. Irene sabe que los esclavos estarán
arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha
aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde
el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos
gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es
difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con la minuciosa evocación de
tanto pasado que lo inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también
él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. “Verás lo
que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha
devuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe y saluda a sus
amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia la galería después de
un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la
arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. “Soy tan feliz”, dice Sonia
apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. “No lo digas”, murmura
Roland, “uno siempre piensa que es una amabilidad”. “¿No me crees?”, ríe Sonia.
“Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos.” Tantea en la mesa baja hasta encontrar
cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al
mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa
en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en
adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con
el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y
sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero,
chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una
copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas
inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia
para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo
más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de
chispas cae sobre el público que busca confusamente las salidas. Gritando una
orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto,
antes de que se amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitándose
delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el
incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae sobre las
espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos
que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena
por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las
imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el
procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería
imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola
con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí
abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del abrazo
ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el
de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro.
Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a
toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el
teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos.”
El otro cielo
...................,
IV, 5.
Me ocurría a veces que todo se dejaba andar,
se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así
de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera
creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar una y
otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y un
trabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi
barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un
poco de suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana
siguiente.
Quién sabe cuánto hace que me repito todo
esto, y es penoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando
menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombro cualquier rincón del
aire. En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que
se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo
terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y
las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el
Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la
infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la
caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado
y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con
crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban
inalcanzables películas realistas. Las Josiane de aquellos días debían mirarme
con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miserables centavos en el
bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en
los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padrastro me
había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre
todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco
donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas
manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas
sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí
afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde
empezaba el último misterio, los vagos ascensores que llevarían a los
consultorios de enfermedades venéreas y también a los presuntos paraísos en lo
más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban en los diarios,
con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y
kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las
tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del
pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y
polvos rachel y cepillos con mangos transparentes.
Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes
sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la
caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a
andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de
las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía
más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La
Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus
ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una
inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de
ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios
sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una
guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rue
Réaumur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido
mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío cuando apostado
en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante,
debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un
surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un
cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos
lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa
desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría
la menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la
cara.
Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me
guste vagar de noche por el centro o por los barrios del sur, y si supiera de
mi predilección por el Pasaje Güemes no dejaría de escandalizarse. Para ella,
como para mi madre, no hay mejor actividad social que el sofá de la sala donde
ocurre eso que llaman la conversación, el café y el anisado. Irma es la más
buena y generosa de las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que
verdaderamente cuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen
marido y un padre cuyos hijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi
madre. Supongo que por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero no solamente
por eso ya que podría habérmela encontrado en el bulevar Poisonière o en la rue
Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera vez en lo más
hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que el pico de gas
llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas
polvorientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba en ese barrio y que no
costaba mucho dar con ella si se era familiar de los cafés o amigo de los
cocheros. Pudo ser coincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovía en
el otro mundo, el del cielo alto y sin guirnaldas de la calle, me pareció un
signo que iba más allá del encuentro trivial con cualquiera de las prostitutas
del barrio. Después supe que en esos días Josiane no se alejaba de la galería
porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de Laurent y
la pobre vivía aterrada. Algo de este terror se transformaba en gracia, en
gestos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de mirarme entre
codiciosa y desconfiada, sus preguntas que fingían indiferencia, mi casi
incrédulo encanto al enterarme de que vivía en los altos de la galería, mi
insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel de la rue du Sentier
(donde ella tenía amigos y se sentía protegida). Y su confianza más tarde, cómo
nos reímos esa noche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita
y dulce era Josiane en su bohardilla de novela barata, con el miedo al
estrangulador rondando por París y esa manera de apretarse más y más contra mí
mientras pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.
Mi madre sabe siempre si he dormido en casa, y
aunque naturalmente no dice nada puesto que sería absurdo que lo dijera,
durante uno o dos días me mira entre ofendida y temerosa. Sé muy bien que jamás
se le ocurriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la persistencia de
un derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que al
final se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y que el
regalo represente de una manera muy precisa y sobrentendida la terminación de
la ofensa, el retorno a la vida corriente del hijo que vive todavía en casa de
su madre. Desde luego Josiane era feliz cuando le contaba esa clase de
episodios, que una vez en el barrio de las galerías pasaban a formar parte de
nuestro mundo con la misma llaneza que su protagonista. El sentimiento familiar
de Josiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por las instituciones y los
parentescos; soy poco amigo de confidencias pero como de algo teníamos que
hablar y lo que ella me había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casi
inevitablemente volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó,
y también en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías
cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porque la protegían del frío y la
lluvia (la conocí a principios de un invierno, con nevadas prematuras que
nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente). Nos habituamos a andar
juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien –no le gustaba llamarlo por
su nombre– estaba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirse un rato
con sus amigos. De ese alguien hablábamos poco, luego que yo hice las
inevitables preguntas y ella me contestó las inevitables mentiras de toda
relación mercenaria; se daba por supuesto que era el amo, pero tenía el buen
gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar que no le desagradaba que yo
acompañara algunas noches a Josiane, porque la amenaza de Laurent pesaba más
que nunca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la rue d’Aboukir, y la
pobre no se hubiera atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caída la
noche. Era como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me
servía para recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo que
podía llegar a ser un amigo de verdad de una muchacha a la que no me ataba
ninguna relación profunda. De esa confiada amistad nos fuimos dando cuenta poco
a poco, a través de silencios, de tonterías. Su habitación, por ejemplo, la
bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido otra realidad que la de
formar parte de la galería. En un principio yo había subido por Josiane, y como
no podía quedarme porque me faltaba el dinero para pagar una noche entera y
alguien estaba esperando la rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo
que me rodeaba y mucho más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre
cuarto con su almanaque ilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me
preguntaba por la bohardilla y no alcanzaba a dibujármela, no veía más que a
Josiane y me bastaba para entrar en el sueño como si todavía la guardara entre
los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas, quizá la
aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para pasar la
noche conmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diálogo que no
siempre era fácil; cada muñeca, cada estampa, cada adorno fueron instalándose
en mi memoria y ayudándome a vivir cuando era el tiempo de volver a mi cuarto o
de conversar con mi madre o con Irma de la política nacional y de las
enfermedades en las familias.
Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la
vaga silueta de aquel que Josiane llamaba el sudamericano, pero en un principio
todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio, alimentado por lo
que un periodista imaginativo había dado en llamar la saga de Laurent el
estrangulador. Si en un momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para
verla entrar conmigo en el café de la rue des Jeuneurs, instalarse en la
banqueta de felpa morada y cambiar saludos con las amigas y los parroquianos,
frases sueltas que en seguida son Laurent, porque sólo de Laurent se habla en
el barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he
soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegas y
clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe
pesadilla va a acabar algún día, si las cosas volverán a ser como imagino que
eran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabras diversiones hasta el
fin de los tiempos. Y lo más irritante (se lo digo a Josiane después de pedir
el grog que tanta falta nos hace con ese frío y esa nieve) es que ni siquiera
sabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porque una vidente de la barrera
de Clichy ha visto en la bola de cristal cómo el asesino escribía su nombre con
un dedo ensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contrariar los
instintos del público. Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el
asesino no se llama Laurent, y es inútil luchar contra el ávido terror
parpadeando en sus ojos azules que miran ahora distraídamente el paso de un
hombre joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba de entrar y se apoya en
el mostrador sin saludar a nadie.
–Puede ser –dice Josiane, acatando alguna
reflexión tranquilizadora que debo haber inventado sin siquiera pensarla–. Pero
entretanto yo tengo que subir sola a mi cuarto, y si el viento me apaga la vela
entre dos pisos... La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y que
quizá...
–Pocas veces subes sola –le digo riéndome.
–Tú te burlas pero hay malas noches,
justamente cuando nieva o llueve y me toca volver a las dos de la madrugada...
Sigue la descripción de Laurent agazapado en
un rellano, o todavía peor, esperándola en su propia habitación a la que ha
entrado mediante una ganzúa infalible. En la mesa de al lado Kikí se estremece
ostentosamente y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos. Los
hombres nos divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán
a proteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas pipas
en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajo empieza a borrarse con el
alcohol y el tabaco, y las mujeres comparan sus sombreros y sus botas o se ríen
de nada; da gusto besar en la boca a Josiane que pensativa se ha puesto a mirar
al hombre –casi un muchacho– que nos da la espalda y bebe su ajenjo a pequeños
sorbos, apoyando un codo en el mostrador. Es curioso, ahora que lo pienso: a la
primera imagen que se me ocurre de Josiane y que es siempre Josiane en la
banqueta del café, una noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente
aquel que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la
espalda. También yo lo llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo
era, y que lo sabía por la Rousse que se había acostado con él o poco menos, y
todo eso había sucedido antes de que Josiane y la Rousse se pelearan por una
cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaran ahora con medias palabras
porque habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse él le había dicho que era
sudamericano aunque hablara sin el menor acento; se lo había dicho al ir a
acostarse con ella, quizá para conversar de alguna cosa mientras acababa de
soltarse las cintas de los zapatos.
–Ahí donde lo ves, casi un chico... ¿Verdad
que parece un colegial que ha crecido de golpe? Bueno, tendrías que oír lo que
cuenta la Rousse.
Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar
y separar los dedos cada vez que narraba algo apasionante. Me explicó el
capricho del sudamericano, nada tan extraordinario después de todo, la negativa
terminante de la Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pregunté si el
sudamericano la había abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la
Rousse y ella eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando
Josiane dijo eso yo miré con más atención y lo vi pagar su ajenjo echando una
moneda en el platillo de peltre mientras dejaba resbalar sobre nosotros –y era
como si cesáramos de estar allí por un segundo interminable– una expresión
distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha
inmovilizado en un momento de sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la
vigilia. Después de todo una expresión como ésa, aunque el muchacho fuese casi
un adolescente y tuviera rasgos muy hermosos, podía llevar como de la mano a la
pesadilla recurrente de Laurent. No perdí tiempo en proponérselo a Josiane.
–¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es...
Lo malo era que nadie sabía nada de Laurent,
aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguir pesando las probabilidades para
divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el patrón, que milagrosamente
escuchaba cualquier diálogo en el café, nos recordó que por lo menos algo se
sabía de Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a sus víctimas con una
sola mano. Y ese muchacho, vamos... Sí, y ya era tarde y convenía volver a
casa; yo tan solo porque esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la
estaría esperando en la bohardilla, alguien que tenía la llave por derecho
propio, y entonces la acompañé hasta el primer rellano para que no se asustara
si se le apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatiga
repentina la miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y
después salí a la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que
en algún momento encontré como siempre el camino que me devolvería a mi barrio,
entre gente que leía la sexta edición de los diarios o miraba por las
ventanillas del tranvía como si realmente hubiera alguna cosa que ver a esa
hora y en esas calles.
No siempre era fácil llegar a la zona de las
galerías y coincidir con un momento libre de Josiane; cuántas veces me tocaba
andar solo por los pasajes, un poco decepcionado, hasta sentir poco a poco que
la noche era también mi amante. A la hora en que se encendían los picos de gas
la animación se despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y
del contento, y se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de
los periódicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras de caballos.
Me gustaba saborear una copa aquí y otra más allá, atisbando sin apuro el momento
en que descubriría la silueta de Josiane en algún codo de las galerías o en
algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señal convenida me dejaba saber
cuándo podría encontrarla sola; otras veces se limitaba a sonreír y a mí me
quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y
así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy,
por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de
ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el
Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de
todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido
reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto por Josiane
aunque también fuera por ella, sino por sus rejas protectoras, sus alegorías
vetustas, sus sombras en el codo del Passage des Petits-Pères, ese mundo
diferente donde no había que pensar en Irma y se podía vivir sin horarios
fijos, al azar de los encuentros y de la suerte. Con tan pocos asideros no
alcanzo a calcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos a hablar
casualmente del sudamericano; una vez me había parecido verlo salir de un
portal de la rue Saint-Marc, envuelto en una de esas hopalandas negras que
tanto se habían llevado cinco años atrás junto con sombreros de copa
exageradamente alta, y estuve tentado de acercarme y preguntarle por su origen.
Me lo impidió el pensar en la fría cólera con que yo habría recibido una
interpelación de ese género, pero Josiane encontró luego que había sido una
tontería de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera,
con algo de ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas noches
atrás había creído reconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne, que sin embargo
él no parecía frecuentar.
–No me gusta esa manera que tiene de mirarnos
–dijo Josiane–. Antes no me importaba, pero desde aquella vez que hablaste de
Laurent...
–Josiane, cuando hice esa broma estábamos con
Kikí y Albert. Albert es un soplón de la policía, supongo que lo sabes. ¿Crees
que dejaría pasar la oportunidad si la idea le pareciera razonable? La cabeza
de Laurent vale mucho dinero, querida.
–No me gustan sus ojos –se obstinó Josiane–. Y
además que no te mira, la verdad es que te clava los ojos pero no te mira. Si
un día me aborda salgo huyendo, te lo digo por esta cruz.
–Tienes miedo de un chico. ¿O todos los
sudamericanos te parecemos unos orangutanes?
Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos.
Íbamos a beber un grog al café de la rue des Jeuneurs, recorríamos las
galerías, los teatros del bulevar, subíamos a la bohardilla, nos reíamos
enormemente. Hubo algunas semanas –por fijar un término, es tan difícil ser
justo con la felicidad– en que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de
Badinguet y el temor de la guerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que
algo tan desproporcionadamente inferior como Laurent pudiera acabar con nuestro
contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer en la rue Beauregard –tan
cerca, después de todo– y en el café nos quedamos como en misa y Marthe, que
había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en una explosión de
llanto histérico que de algún modo nos ayudó a tragar la bola que teníamos en
la garganta. Esa misma noche la policía nos pasó a todos por su peine más fino,
de café en café y de hotel en hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse,
comprendiendo que necesitaba la protección suprema que todo lo allanaba. Pero
como en el fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza –las galerías no
eran para eso, no debían ser para eso–, me puse a beber con Kikí y después con
la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse con Josiane. Se bebía
fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y los tragos me
pareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa
del fondo y pidiera un ajenjo con la expresión de siempre, hermosa y ausente y
alunada. Al preludio de confidencia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y
que después de todo el muchacho no era ciego y sus gustos no merecían tanto
rencor; todavía nos reíamos de las falsas bofetadas de la Rousse cuando Kikí
condescendió a decir que alguna vez había estado en su habitación. Antes de que
la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quise
saber cómo era ese cuarto. “Bah, qué importa el cuarto”, decía desdeñosamente
la Rousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rue
Notre-Dame-des-Victoires, sacando como un mal prestidigitador de barrio un gato
gris, muchos papeles borroneados, un piano que ocupaba demasiado lugar, pero
sobre todo papeles y al final otra vez el gato gris que en el fondo parecía ser
el mejor recuerdo de Kikí.
Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo
hacia la mesa del fondo y diciéndome que al fin y al cabo hubiera sido tan
natural que me acercara al sudamericano y le dijera un par de frases en
español. Estuve a punto de hacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos
que se preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado
hacer. En cambio me quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y
pidiendo otra ronda de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al
renunciar a mi impulso, pero era algo como una veda, el sentimiento de que si
la trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sin embargo creo que
hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme. Salvarme
de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que hoy no pueda
hacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humo del
tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue por las calles como un perro
sarnoso.
Où sont-ils passés, les becs
de gaz? Que
Sont-elles devenues, les
vendeuses d’amour?
............., VI, I.
Poco a poco tuve que convencerme de que
habíamos entrado en malos tiempos y que mientras Laurent y las amenazas
prusianas nos preocuparan de ese modo, la vida no volvería a ser lo que había
sido en las galerías. Mi madre debió notarme desmejorado porque me aconsejó que
tomara algún tónico, y los padres de Irma, que tenían un chalet en una isla del
Paraná, me invitaron a pasar una temporada de descanso y de vida higiénica.
Pedí quince días de vacaciones y me fui sin ganas a la isla, enemistado de
antemano con el sol y los mosquitos. El primer sábado pretexté cualquier cosa y
volví a la ciudad, anduve como a los tumbos por calles donde los tacos se
hundían en el asfalto blando. De esa vagancia estúpida me queda un brusco
recuerdo delicioso: al entrar una vez más en el Pasaje Güemes me envolvió de
golpe el aroma del café, su violencia ya casi olvidada en las galerías donde el
café era flojo y recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saboreando y oliendo a
la vez, quemándome y feliz. Todo lo que siguió hasta el fin de la tarde olió
distinto, el aire húmedo del centro estaba lleno de pozos de fragancia (volví a
pie hasta mi casa, creo que le había prometido a mi madre cenar con ella), y en
cada pozo del aire los olores eran más crudos, más intensos, jabón amarillo,
café, tabaco negro, tinta de imprenta, yerba mate, todo olía encarnizadamente,
y también el sol y el cielo eran más duros y acuciados. Por unas horas olvidé
casi rencorosamente el barrio de las galerías, pero cuando volví a cruzar el
Pasaje Güemes (¿era realmente en la época de la isla? Acaso mezclo dos momentos
de una misma temporada, y en realidad poco importa) fue en vano que invocara la
alegre bofetada del café, su olor me pareció el de siempre y en cambio reconocí
esa mezcla dulzona y repugnante del aserrín y la cerveza rancia que parece
rezumar del piso de los bares del centro, pero quizá fuera porque de nuevo
estaba deseando encontrar a Josiane y hasta confiaba en que el gran terror y
las nevadas hubiesen llegado a su fin. Creo que en esos días empecé a sospechar
que ya el deseo no bastaba como antes para que las cosas girasen
acompasadamente y me propusieran alguna de las calles que llevaban a la Galerie
Vivienne, pero también es posible que terminara por someterme mansamente al
chalet de la isla para no entristecer a Irma, para que no sospechara que mi
único reposo verdadero estaba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la
ciudad y caminé hasta agotarme, con la camisa pegada al cuerpo, sentándome en
los bares para beber cerveza, esperando ya no sabía qué. Y cuando al salir del
último bar vi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina para internarme
en mi barrio, la alegría se mezcló con la fatiga y una oscura conciencia de
fracaso, porque bastaba mirar la cara de la gente para comprender que el gran
terror estaba lejos de haber cesado, bastaba asomarse a los ojos de Josiane en
su esquina de la rue d’Uzès y oírle decir quejumbrosa que el amo en persona
había decidido protegerla de un posible ataque; recuerdo que entre dos besos
alcancé a entrever su silueta en el hueco de un portal, defendiéndose de la
cellisca envuelto en una larga capa gris.
Josiane no era de las que reprochan las
ausencias, y me pregunto si en el fondo se daba cuenta del paso del tiempo.
Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne, subimos a la bohardilla, pero después
comprendimos que no estábamos contentos como antes y lo atribuimos vagamente a
todo lo que afligía al barrio; habría guerra, era fatal, los hombres tendrían
que incorporarse a las filas (ella empleaba solemnemente esas palabras con un
ignorante, delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia, la policía no
había sido capaz de descubrir a Laurent. Se consolaban guillotinando a otros,
como esa misma madrugada en que ejecutarían al envenenador del que tanto habíamos
hablado en el café de la rue des Jeuneurs en los días del proceso; pero el
terror seguía suelto en las galerías y en los pasajes, nada había cambiado
desde mi último encuentro con Josiane, y ni siquiera había dejado de nevar.
Para consolarnos nos fuimos de paseo,
desafiando el frío porque Josiane tenía un abrigo que debía ser admirado en una
serie de esquinas y portales donde sus amigas esperaban a los clientes
soplándose los dedos o hundiendo las manos en los manguitos de piel. Pocas
veces habíamos andado tanto por los bulevares, y terminé sospechando que éramos
sobre todo sensibles a la protección de los escaparates iluminados; entrar en
cualquiera de las calles vecinas (porque también Liliane tenía que ver el
abrigo, y más allá Francine) nos iba hundiendo poco a poco en el espanto, hasta
que el abrigo quedó suficientemente exhibido y yo propuse nuestro café y
corrimos por la rue du Croissant hasta dar la vuelta a la manzana y refugiarnos
en el calor y los amigos. Por suerte para todos la idea de la guerra se iba
adelgazando a esa hora en las memorias, a nadie se le ocurría repetir los
estribillos obscenos contra los prusianos, se estaba tan bien con las copas
llenas y el calor de la estufa, los clientes de paso se habían marchado y
quedábamos solamente los amigos del patrón, el grupo de siempre y la buena
noticia de que la Rousse había pedido perdón a Josiane y se habían reconciliado
con besos y lágrimas y hasta regalos. Todo tenía algo de guirnalda (pero las
guirnaldas pueden ser fúnebres, lo comprendí después) y por eso, como afuera
estaban la nieve y Laurent, nos quedábamos lo más posible en el café y nos
enterábamos a medianoche de que el patrón cumplía cincuenta años de trabajo
detrás del mismo mostrador, y eso había que festejarlo, una flor se trenzaba
con la siguiente, las botellas llenaban las mesas porque ahora las ofrecía el
patrón y no se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación al trabajo, y
hacia las tres y media de la mañana Kikí completamente borracha terminaba de
cantarnos los mejores aires de la opereta de moda mientras Josiane y la Rousse
lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y Albert, casi sin darle importancia,
trenzaba otra flor en la guirnalda y proponía terminar la noche en la Roquette
donde guillotinaban al envenenador exactamente a las seis, y el patrón
descubría emocionado que ese final de fiesta era como la apoteosis de cincuenta
años de trabajo honrado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonos de su
esposa muerta en el Languedoc, a alquilar dos fiacres para la expedición.
A eso siguió más vino, la evocación de
diversas madres y episodios sobresalientes de la infancia, y una sopa de
cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo sublime en la cocina del café
mientras Albert, el patrón y yo nos prometíamos amistad eterna y muerte a los
prusianos. La sopa y los quesos debieron ahogar tanta vehemencia, porque
estábamos casi callados y hasta incómodos cuando llegó la hora de cerrar el
café con un ruido interminable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde
todo el frío del mundo parecía estar esperándonos. Más nos hubiera valido
viajar juntos para abrigarnos, pero el patrón tenía principios humanitarios en
materia de caballos y montó en el primer fiacre con la Rousse y Albert mientras
me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo, eran como sus hijas. Después de
festejar adecuadamente la frase con los cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpo
mientras subíamos hacia Popincourt entre simulacros de carreras, voces de
aliento y lluvias de falsos latigazos. El patrón insistió en que bajáramos a
cierta distancia, aduciendo razones de discreción que no entendí, y tomados del
brazo para no resbalar demasiado en la nieve congelada remontamos la rue de la
Roquette vagamente iluminada por reverberos aislados, entre sombras movientes
que de pronto se resolvían en sombreros de copa, fiacres al trote y grupos de
embozados que acababan amontonándose frente a un ensanchamiento de la calle,
bajo la otra sombra más alta y más negra de la cárcel. Un mundo clandestino se
codeaba, se pasaba botellas de mano en mano, repetía una broma que corría entre
carcajadas y chillidos sofocados, y también había bruscos silencios y rostros
iluminados un instante por un yesquero, mientras seguíamos avanzando
dificultosamente y cuidábamos de no separarnos como si cada uno supiera que
sólo la voluntad del grupo podía perdonar su presencia en ese sitio. La máquina
estaba ahí sobre sus cinco bases de piedra, y todo el aparato de la justicia
aguardaba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadro de soldados con
los fusiles apoyados en tierra y las bayonetas caladas. Josiane me hundía las
uñas en el brazo y temblaba de tal manera que hablé de llevármela a un café,
pero no había cafés a la vista y ella se empecinaba en quedarse. Colgada de mí
y de Albert, saltaba de tanto en tanto para ver mejor la máquina, volvía a
clavarme las uñas, y al final me obligó a agachar la cabeza hasta que sus
labios encontraron mi boca, y me mordió histéricamente murmurando palabras que
pocas veces le había oído y que colmaron mi orgullo como si por un momento
hubiera sido el amo. Pero de todos nosotros el único aficionado apreciativo era
Albert; fumando un cigarro mataba los minutos comparando ceremonias, imaginando
el comportamiento final del condenado, las etapas que en ese mismo momento se
cumplían en el interior de la prisión y que conocía en detalle por razones que
se callaba. Al principio lo escuché con avidez para enterarme de cada nimia
articulación de la liturgia, hasta que lentamente, como desde más allá de él y
de Josiane y de la celebración del aniversario, me fue invadiendo algo que era
como un abandono, el sentimiento indefinible de que eso no hubiera debido
ocurrir en esa forma, que algo estaba amenazando en mí el mundo de las galerías
y los pasajes, o todavía peor, que mi felicidad en ese mundo había sido un
preludio engañoso, una trampa de flores como si una de las figuras de yeso me
hubiera alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo había pensado que las
cosas se tejían como las flores en una guirnalda), para caer poco a poco en
Laurent, para derivar de la embriaguez inocente de la Galerie Vivienne y de la
bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al gran terror, a la nieve, a la
guerra inevitable, a la apoteosis de los cincuenta años del patrón, a los fiacres
ateridos del alba, al brazo rígido de Josiane que se prometía no mirar y
buscaba ya en mi pecho dónde esconder la cara en el momento final. Me pareció
(y en ese instante las rejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando del
oficial de la guardia) que de alguna manera eso era un término, no sabía bien
de qué porque al fin y al cabo yo seguiría viviendo, trabajando en la Bolsa y
viendo de cuando en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que ahora se había
puesto a golpearme histéricamente el hombro, y aunque no quería desviar los
ojos de las rejas que terminaban de abrirse, tuve que prestarle atención por un
instante y siguiendo su mirada entre sorprendida y burlona alcancé a distinguir
casi al lado del patrón la silueta un poco agobiada del sudamericano envuelto
en la hopalanda negra, y curiosamente pensé que también eso entraba de alguna
manera en la guirnalda, y que era un poco como si una mano acabara de trenzar
en ella la flor que la cerraría antes del amanecer. Y ya no pensé más porque
Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la sombra que los dos reverberos de
la puerta agitaban sin ahuyentarla, la mancha blanca de una camisa surgió como
flotando entre dos siluetas negras, apareciendo y desapareciendo cada vez que
una tercera sombra voluminosa se inclinaba sobre ella con los gestos del que
abraza o amonesta o dice algo al oído o da a besar alguna cosa, hasta que se
hizo a un lado y la mancha blanca se definió más de cerca, encuadrada por un
grupo de gentes con sombreros de copa y abrigos negros, y hubo como una
prestidigitación acelerada, un rapto de la mancha blanca por las dos figuras
que hasta ese momento habían parecido formar parte de la máquina, un gesto de
arrancar de los hombros un abrigo ya innecesario, un movimiento presuroso hacia
adelante, un clamor ahogado que podía ser de cualquiera, de Josiane convulsa
contra mí, de la mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazón donde
algo se desencadenaba con un chasquido y una conmoción casi simultáneos. Creí
que Josiane iba a desmayarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a lo largo
del mío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia la nada, y me incliné
para sostenerla mientras un enorme nudo de gargantas se desataba en un final de
misa con el órgano resonando en lo alto (pero era un caballo que relinchaba al
oler la sangre) y el reflujo nos empujó entre gritos y órdenes militares. Por
encima del sombrero de Josiane que se había puesto a llorar compasivamente
contra mi estómago, alcancé a reconocer al patrón emocionado, a Albert en la
gloria, y el perfil del sudamericano perdido en la contemplación imperfecta de
la máquina que las espaldas de los soldados y el afanarse de los artesanos de
la justicia le iban librando por manchas aisladas, por relámpagos de sombra
entre gabanes y brazos y un afán general por moverse y partir en busca de vino
caliente y de sueño, como nosotros amontonándonos más tarde en un fiacre para
volver al barrio, comentando lo que cada uno había creído ver y que no era lo
mismo, no era nunca lo mismo y por eso valía más porque entre la rue de la
Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempo para reconstruir la ceremonia,
discutirla, sorprenderse en contradicciones, jactarse de una vista más aguda o
de unos nervios más templados para la admiración de última hora de nuestras
tímidas compañeras.
Nada podía tener de extraño que en esa época
mi madre me notara más desmejorado y se lamentara sin disimulo de una
indiferencia inexplicable que hacía sufrir a mi pobre novia y terminaría por
enajenarme la protección de los amigos de mi difunto padre gracias a los cuales
me estaba abriendo paso en los medios bursátiles. A frases así no se podía
contestar más que con el silencio, y aparecer algunos días después con una
nueva planta de adorno o un vale para madejas de lana a precio rebajado. Irma
era más comprensiva, debía confiar simplemente en que el matrimonio me
devolvería alguna vez a la normalidad burocrática, y en esos últimos tiempos yo
estaba al borde de darle la razón pero me era imposible renunciar a la
esperanza de que el gran terror llegara a su fin en el barrio de las galerías y
que volver a mi casa no se pareciera ya a una escapatoria, a un ansia de
protección que desaparecía tan pronto como mi madre empezaba a mirarme entre
suspiros o Irma me tendía la taza de café con la sonrisa de las novias arañas.
Estábamos por ese entonces en plena dictadura militar, una más en la
interminable serie, pero la gente se apasionaba sobre todo por el desenlace
inminente de la guerra mundial y casi todos los días se improvisaban manifestaciones
en el centro para celebrar el avance aliado y la liberación de las capitales
europeas, mientras la policía cargaba contra los estudiantes y las mujeres, los
comercios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo, incorporado por
la fuerza de las cosas a algún grupo detenido frente a las pizarras de La
Prensa, me preguntaba si sería capaz de seguir resistiendo mucho tiempo a
la sonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad que me empapaba la
camisa entre rueda y rueda de cotizaciones. Empecé a sentir que el barrio de
las galerías ya no era como antes el término de un deseo, cuando bastaba echar
a andar por cualquier calle para que en alguna esquina todo girara blandamente
y me allegara sin esfuerzo a la Place des Victoires donde era tan grato
demorarse vagando por las callejuelas con sus tiendas y zaguanes polvorientos,
y a la hora más propicia entrar en la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a
menos que caprichosamente prefiriera recorrer primero el Passage des Panoramas
o el Passage des Princes y volver dando un rodeo un poco perverso por el lado
de la Bolsa. Ahora, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de reconocer como
aquella mañana el aroma vehemente del café en el Pasaje Güemes (olía a aserrín,
a lejía), empecé a admitir desde muy lejos que el barrio de las galerías no era
ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en la posibilidad de liberarme
de mi trabajo y de Irma, de encontrar sin esfuerzo la esquina de Josiane. A
cada momento me ganaba el deseo de volver; frente a las pizarras de los
diarios, con los amigos, en el patio de casa, sobre todo al anochecer, a la
hora en que allá empezarían a encenderse los picos de gas. Pero algo me
obligaba a demorarme junto a mi madre y a Irma, una oscura certidumbre de que
en el barrio de las galerías ya no me esperarían como antes, de que el gran
terror era el más fuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comercio con
un comportamiento de autómata, tolerando la cotidiana obligación de comprar y
vender valores y escuchar los cascos de los caballos de la policía cargando
contra el pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan poco creía ya que
alcanzaría a liberarme una vez más de todo eso que cuando llegué al barrio de
las galerías tuve casi miedo, me sentí extranjero y diferente como jamás me
había ocurrido antes, me refugié en una puerta cochera y dejé pasar el tiempo y
la gente, forzado por primera vez a aceptar poco a poco todo lo que antes me
había parecido mío, las calles y los vehículos, la ropa y los guantes, la nieve
en los patios y las voces en las tiendas. Hasta que otra vez fue el
deslumbramiento, fue encontrar a Josiane en la Galerie Colbert y enterarme
entre besos y brincos de que ya no había Laurent, que el barrio había festejado
noche tras noche el fin de la pesadilla, y todo el mundo había preguntado por
mí y menos mal que por fin Laurent, pero dónde me había metido que no me
enteraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca la había deseado más y
nunca nos quisimos mejor bajo el techo de su cuarto que mi mano podía tocar
desde la cama. Las caricias, los chismes, el delicioso recuento de los días
mientras el anochecer iba ganando la bohardilla. ¿Laurent? Un marsellés de pelo
crespo, un miserable cobarde que se había atrincherado en el desván de la casa
donde acababa de matar a otra mujer, y había pedido gracia desesperadamente
mientras la policía echaba abajo la puerta. Y se llamaba Paul, el monstruo,
hasta eso, fíjate, y acababa de matar a su novena víctima, y lo habían
arrastrado al coche celular mientras todas las fuerzas del segundo distrito lo
protegían sin ganas de una muchedumbre que lo hubiera destrozado. Josiane había
tenido ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en su memoria que poco
guardaba las imágenes, pero para mí era demasiado y no alcanzaba a creerlo del
todo hasta que su alegría me persuadió de que verdaderamente ya no habría más
Laurent, que otra vez podíamos vagar por los pasajes y las calles sin
desconfiar de los portales. Fue necesario que saliéramos a festejar juntos la
liberación, y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la rotonda del Palais Royal
que nunca habíamos frecuentado en los tiempos de Laurent. Me prometí, mientras
bajábamos cantando por la rue des Petits Champs, que esa misma noche llevaría a
Josiane a los cabarets de los bulevares, y que terminaríamos la velada en
nuestro café donde a fuerza de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud y
tanta ausencia.
Por unas pocas horas bebí hasta los bordes el
tiempo feliz de las galerías, y llegué a convencerme de que el final del gran
terror me devolvía sano y salvo a mi cielo de estucos y guirnaldas; bailando
con Josiane en la rotonda me quité de encima la última opresión de ese
interregno incierto, nací otra vez a mi mejor vida tan lejos de la sala de
Irma, del patio de casa, del menguado consuelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera
cuando más tarde, charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y el
patrón, me enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que
estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia; por lo demás ellos hablaban
del sudamericano con una indiferencia burlona, como de cualquiera de los
extravagantes del barrio que alcanzan a llenar un hueco en una conversación
donde pronto nacerán temas más apasionantes, y que el sudamericano acabara de
morirse en una pieza de hotel era apenas algo más que una información al pasar,
y Kikí discurría ya sobre las fiestas que se preparaban en un molino de la
Butte, y me costó interrumpirla, pedirle algún detalle sin saber demasiado por
qué se lo pedía. Por Kikí acabé sabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del
sudamericano que al fin y al cabo era un nombre francés y que olvidé en
seguida, su enfermedad repentina en la rue du Faubourg Montmartre donde Kikí
tenía un amigo que le había contado; la soledad, el miserable cirio ardiendo
sobre la consola atestada de libros y papeles, el gato gris que su amigo había
recogido, la cólera del hotelero a quien le hacían eso precisamente cuando
esperaba la visita de sus padres políticos, el entierro anónimo, el olvido, las
fiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paul el marsellés, la
insolencia de los prusianos a los que ya era tiempo de darles la lección que se
merecían. Y de todo eso yo iba separando, como quien arranca dos flores secas
de una guirnalda, las dos muertes que de alguna manera se me antojaban
simétricas, la del sudamericano y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel,
el otro disolviéndose en la nada para ceder su lugar a Paul el marsellés, y
eran casi una misma muerte, algo que se borraba para siempre en la memoria del
barrio. Todavía esa noche pude creer que todo seguiría como antes del gran
terror, y Josiane fue otra vez mía en su bohardilla y al despedirnos nos
prometimos fiestas y excursiones cuando llegara el verano. Pero helaba en las calles,
y las noticias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a las nueve de la
mañana; con un esfuerzo que entonces creí meritorio me negué a pensar en mi
reconquistado cielo, y después de trabajar hasta la náusea almorcé con mi madre
y le agradecí que me encontrara más repuesto. Esa semana la pasé en plena lucha
bursátil, sin tiempo para nada, corriendo a casa para darme una ducha y cambiar
una camisa empapada por otra que al rato estaba peor. La bomba cayó sobre
Hiroshima y todo fue confusión entre mis clientes, hubo que librar una larga
batalla para salvar los valores más comprometidos y encontrar un rumbo
aconsejable en ese mundo donde cada día era una nueva derrota nazi y una
enconada, inútil reacción de la dictadura contra lo irreparable. Cuando los
alemanes se rindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires, pensé que
podría tomarme un descanso, pero cada mañana me esperaban nuevos problemas, en
esas semanas me casé con Irma después que mi madre estuvo al borde de un ataque
cardíaco y toda la familia me lo atribuyó quizá justamente. Una y otra vez me
pregunté por qué, si el gran terror había cesado en el barrio de las galerías,
no me llegaba la hora de encontrarme con Josiane para volver a pasear bajo
nuestro cielo de yeso. Supongo que el trabajo y las obligaciones familiares
contribuían a impedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba a caminar
como consuelo por el Pasaje Güemes, mirando vagamente hacia arriba, tomando
café y pensando cada vez con menos convicción en las tardes en que me había
bastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi barrio y dar con Josiane
en alguna esquina del atardecer. Nunca he querido admitir que la guirnalda
estuviera definitivamente cerrada y que no volvería a encontrarme con Josiane
en los pasajes o los bulevares. Algunos días me da por pensar en el
sudamericano, y en esa rumia desganada llego a inventar como un consuelo, como
si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte; razonablemente
me digo que no, que exagero, que cualquier día volveré a entrar en el barrio de
las galerías y encontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausencia. Y entre
una cosa y otra me quedo en casa tomando mate, escuchando a Irma que espera
para diciembre, y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las
elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o
sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas
del patio.
FIN
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